Valores y convicción
La educación moral constituye una urgencia para la sociedad contemporánea
ROSARIO ANZOLA | EL UNIVERSAL
jueves 17 de septiembre de 2015 12:00 AM
Es que no hay valores". "Hay que recuperar los valores". Son las frases que se escuchan ante la avalancha de distorsiones morales que tienen como consecuencia un ambiente social inhabitable. He trabajado durante muchos años el tema, con niños, jóvenes, padres y docentes y cada vez estoy más convencida que los valores en abstracto no sirven para modificar, afianzar o erradicar comportamientos. Insistiré con insistencia (y valga la redundancia) en que los valores se viven en la convivencia y la convicción, solo así pueden ser interiorizados.
La educación moral constituye una urgencia para la sociedad contemporánea, más aún cuando estamos sometidos indiscriminadamente a la estandarización de pensamientos y actitudes a través de poderosos modelos de formación que no provienen ni de la familia ni de la escuela. Los competidores que intervienen esquemas de comportamiento y pensamiento en las neuronas de los seres humanos son los medios de comunicación, las redes sociales y la industria publicitaria.
No se trata de caer en posiciones extremas, ni de negar los indudables beneficios que los adelantos proporcionan a la humanidad. Se trata sí de estar atentos a su exceso, su responsabilidad y su influencia en tendencias y criterios frente a los hábitos de consumo, la creación de necesidades, los lenguajes (discursos orales, escritos, visuales, auditivos, gestuales, actitudinales, etc.), los símbolos y estereotipos de estatus, fama, poder y triunfo, instalados en la conciencia del ser humano y, por lo tanto, en su conducta individual y social.
Reacción
Todo valor tiene una polaridad, por eso se habla de la existencia de antivalores o contravalores. Los valores implican una reacción del individuo (aceptar/rechazar) y conducen a una acción manifiesta (actitudes/conducta). Están sujetos a una jerarquía que depende de la edad del individuo, de su experiencia vital y de su entorno social y natural. Partiendo del principio que conceptualiza a los valores como convicciones razonadas de que algo es bueno o malo, propio o impropio, adecuado o inadecuado, para alcanzar la armonía de la interrelación yo, los otros y el entorno, se denomina entonces antivalor a todo aquello que dificulte o impida esta interrelación armónica.
La conciencia moral surge de la necesidad de poner orden para asegurar la sobrevivencia del género humano, orden que se inicia con elementales hábitos de convivencia, a través de los cuales se ponen de manifiesto las actitudes. Cuando los hábitos pasan a la categoría de normas, ya conforman el nivel colectivo de un valor. Existen dos elementos insustituibles para que hábitos, actitudes, normas y valores se afiancen: la constancia y la voluntad. Ambas están sujetas al proceso de formación o educación, el cual se inicia desde los primeros días de un recién nacido. Controlar instintos y pasiones, dominar los impulsos y posponer las gratificaciones deben ser el punto de partida de la educación de los valores.
Oportunidad irrepetible
Si un niño de un año toma un adorno de vidrio para arrastrarlo por el suelo, pues, quiere explorarlo y jugar con él, lógicamente y por razones de peligrosidad, el adulto se lo quita. Vuelve el niño a tomarlo, pues no entiende la noción de peligro y, además, no ha saciado su curiosidad. Ahí se desata una oportunidad irrepetible. Si el adulto pone límites -con firmeza- le quita nuevamente el adorno y le expresa su definitiva decisión de no dejar que lo vuelva a tomar (aun cuando la secuencia podría rebobinarse varias veces), y si el adulto actúa con perseverancia, el niño terminará por comprender que no puede ni debe hacerlo más. No es válido esconder o guardar el objeto. Si -por inconsistencia- el dame y toma, seguido de unas veces sí y otras veces no, se convierte en un juego, el niño no sabrá a qué atenerse. Insistirá en tomar el adorno para arrastrarlo por el piso y no aprenderá a controlar sus impulsos.
Supongamos que otras historias similares se suceden bajo estos esquemas a lo largo de la educación de un niño. El pequeño formado con una disciplina lógica, respetuosa y perseverante, podrá el día de mañana controlar sus emociones e impulsos, y entenderá a cabalidad las nociones éticas. El otro, sin las posibilidades de control, se convertirá en un individuo centrado en sí mismo y en sus propios deseos y pasiones. Será incapaz de dominar sus emociones y aficiones compulsivas, y con reales dificultades para entender las nociones éticas. En un caso se gestó un valor, en el otro, un antivalor.
Con el tiempo, el hábito elemental -inducido y orientado- evoluciona hacia la convicción. Vale decir que se ejerce realmente un autoconocimiento: conducirse o portarse bien, no por el premio o castigo, sino porque hay un convencimiento de que es lo mejor, lo correcto, lo esperado, lo respetuoso, lo digno, con uno mismo y con los demás.
raconvivarte@gmail.com
La educación moral constituye una urgencia para la sociedad contemporánea, más aún cuando estamos sometidos indiscriminadamente a la estandarización de pensamientos y actitudes a través de poderosos modelos de formación que no provienen ni de la familia ni de la escuela. Los competidores que intervienen esquemas de comportamiento y pensamiento en las neuronas de los seres humanos son los medios de comunicación, las redes sociales y la industria publicitaria.
No se trata de caer en posiciones extremas, ni de negar los indudables beneficios que los adelantos proporcionan a la humanidad. Se trata sí de estar atentos a su exceso, su responsabilidad y su influencia en tendencias y criterios frente a los hábitos de consumo, la creación de necesidades, los lenguajes (discursos orales, escritos, visuales, auditivos, gestuales, actitudinales, etc.), los símbolos y estereotipos de estatus, fama, poder y triunfo, instalados en la conciencia del ser humano y, por lo tanto, en su conducta individual y social.
Reacción
Todo valor tiene una polaridad, por eso se habla de la existencia de antivalores o contravalores. Los valores implican una reacción del individuo (aceptar/rechazar) y conducen a una acción manifiesta (actitudes/conducta). Están sujetos a una jerarquía que depende de la edad del individuo, de su experiencia vital y de su entorno social y natural. Partiendo del principio que conceptualiza a los valores como convicciones razonadas de que algo es bueno o malo, propio o impropio, adecuado o inadecuado, para alcanzar la armonía de la interrelación yo, los otros y el entorno, se denomina entonces antivalor a todo aquello que dificulte o impida esta interrelación armónica.
La conciencia moral surge de la necesidad de poner orden para asegurar la sobrevivencia del género humano, orden que se inicia con elementales hábitos de convivencia, a través de los cuales se ponen de manifiesto las actitudes. Cuando los hábitos pasan a la categoría de normas, ya conforman el nivel colectivo de un valor. Existen dos elementos insustituibles para que hábitos, actitudes, normas y valores se afiancen: la constancia y la voluntad. Ambas están sujetas al proceso de formación o educación, el cual se inicia desde los primeros días de un recién nacido. Controlar instintos y pasiones, dominar los impulsos y posponer las gratificaciones deben ser el punto de partida de la educación de los valores.
Oportunidad irrepetible
Si un niño de un año toma un adorno de vidrio para arrastrarlo por el suelo, pues, quiere explorarlo y jugar con él, lógicamente y por razones de peligrosidad, el adulto se lo quita. Vuelve el niño a tomarlo, pues no entiende la noción de peligro y, además, no ha saciado su curiosidad. Ahí se desata una oportunidad irrepetible. Si el adulto pone límites -con firmeza- le quita nuevamente el adorno y le expresa su definitiva decisión de no dejar que lo vuelva a tomar (aun cuando la secuencia podría rebobinarse varias veces), y si el adulto actúa con perseverancia, el niño terminará por comprender que no puede ni debe hacerlo más. No es válido esconder o guardar el objeto. Si -por inconsistencia- el dame y toma, seguido de unas veces sí y otras veces no, se convierte en un juego, el niño no sabrá a qué atenerse. Insistirá en tomar el adorno para arrastrarlo por el piso y no aprenderá a controlar sus impulsos.
Supongamos que otras historias similares se suceden bajo estos esquemas a lo largo de la educación de un niño. El pequeño formado con una disciplina lógica, respetuosa y perseverante, podrá el día de mañana controlar sus emociones e impulsos, y entenderá a cabalidad las nociones éticas. El otro, sin las posibilidades de control, se convertirá en un individuo centrado en sí mismo y en sus propios deseos y pasiones. Será incapaz de dominar sus emociones y aficiones compulsivas, y con reales dificultades para entender las nociones éticas. En un caso se gestó un valor, en el otro, un antivalor.
Con el tiempo, el hábito elemental -inducido y orientado- evoluciona hacia la convicción. Vale decir que se ejerce realmente un autoconocimiento: conducirse o portarse bien, no por el premio o castigo, sino porque hay un convencimiento de que es lo mejor, lo correcto, lo esperado, lo respetuoso, lo digno, con uno mismo y con los demás.
raconvivarte@gmail.com
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