Elogio del sembrador...
Rafael Muci-Mendoza
¨El que más sabe debe enseñar al que sabe menos y nosotros sabemos menos que
tú...¨
Marcos 4:1-9 ¨Aquel día salió Jesús de la casa y se sentó junto al mar. Y
se le juntó mucha gente; y entrando él en la barca, se sentó, y toda la
gente estaba en la playa. Y les habló muchas cosas por parábolas, diciendo:
He aquí, el sembrador salió a sembrar. Y mientras sembraba, parte de la
semilla cayó junto al camino; y vinieron las aves y la comieron. Parte cayó
en pedregales, donde no había mucha tierra; y brotó pronto, porque no tenía
profundidad de tierra; pero salido el sol, se quemó; y porque no tenía
raíz, se secó. Y parte cayó entre espinos; y los espinos crecieron, y la
ahogaron. Pero parte cayó en buena tierra, y dio fruto, cuál a ciento, cuál
a sesenta, y cuál a treinta por uno. El que tiene oídos para oír, oiga¨.
Jovencito cursaba el último año de mi carrera de médico en el Hospital
Vargas de Caracas, mi querencia por cerca de cincuenta y tres años; nos
hacía compañía un viejo médico español que mezclado con la vocinglería
juvenil hacía con nosotros la reválida de su título profesional. Cabello
blanco y ralo, incipiente giba de antiguos pesares y abandonos, tez blanca
surcada por profundos y anfractuosos caminitos que hablaban de sufrimientos
de una guerra entre hermanos y quizá el deseo de olvidar viejos dolores y de
echar raíces en la nueva tierra de gracia que había escogido como bondadoso
refugio; zapatos de goma Keds blancos con protuberancias que daban cuenta de
los juanetes y callos gestados en caminos pedregosos, una humilde bata
blanca amarrada con un nudo delante de una panza añosa y un bastón a la
diestra con el que siempre amenazaba en bromas a un maracucho impertinente,
nuestro compañero de curso, que hacía bromas a su costa. Ya la semiología,
la ciencia de la interpretación de los síntomas y signos me había cautivado
y aprendía con fruición y asombrada expectativa todo aquello que me
permitiera extraer del interior del enfermo las verdades que la piel opaca
ocultaban. Pues no somos como las ranas que muestran su corazón latiendo. El
Creador no nos lo hizo todo tan sencillito, pero nos dotó de inteligencia y
decisión para que hiciéramos el resto por nuestra cuenta, laboriosos,
ladrillo a ladrillo. El examen del fondo ocular fue un amor a primera vista
desde mi tercer año de medicina en 1957, dos años antes de mi encuentro con
el viejo de hablar pausado y sabio. Armado del maravilloso instrumento
llamado oftalmoscopio intentaba aprender sus secretos, vencer la umbra de la
pupila y robarle los secretos a la retina, mujer veleidosa y difícil, que
muestra poco pero dice mucho, que oculta esos decidores signos de profundos
conflictos del alma que trasluce la enfermedad somática, y entusiasta
comentaba con mis compañeros mis hallazgos y descubrimientos. En una de
tantas, con ese español gutural que al pronunciar ¨naranjja¨ lo dice todo,
me dijo un día: -¨Muci, ¿por qué no nos da un curso de fondo del ojo? Me
mostré sorprendido y le respondí, -¨¿Cómo? Si sé muy poco... soy apenas un
bachiller de 6º año¨; su respuesta, dardo sincero, se clavó en mi corazón:
-¨El que más sabe debe enseñar al que sabe menos y nosotros sabemos menos
que tú...¨
Y así fue como desde ese día, su palabra me graduó de maestro de pueblo, ese
que sin muchos recursos pero armado de convencimiento y amor me lanzó por
los caminos de la enseñanza apertrechado de buenas intenciones y mejores
semillas. Por más de medio siglo, siguiendo aquel mandato he tratado de
serle fiel y nunca le olvido. Es verdad que cincuenta y tres años enseñando
no es mucho; como Graciela mi mujer, el enseñar se ha hecho carne de mi
carne, y aunque he sido un maestro de primaria exigente, he tratado de ser
como el dador feliz: aquel que da y da sin esperar nada a cambio. Además,
siempre me he atenido al precepto orteguiano: ¨Siempre que enseñes, enseña a
la vez a dudar de los enseñes¨. Mis alumnos -buena tierra-, me han
retribuido con su afecto, obligándome a estudiar más con sus estimulantes
preguntas y por esto, me siento muy orgulloso y reconocido con ellos, los
excelentes y los regulares, y cada vez que relleno una pequeña laguna de
ignorancia en mis lóbulos temporales, esos que almacenan recuerdos,
alegrías, tristezas y conocimientos, a su lado se abre un océano de
insipiencia, invitándome a continuar llenándolo, a no flejar, a seguir, lo
que hago con el mayor deleite... Por ello, les digo que dejen espacio para
la ignorancia y así, toda la vida estarán rellenando recónditos circuitos
neuronales que al influjo del deseo y la constancia se irán multiplicando,
atesorando más y más conocimientos que sirvan para entregarlos a otros, a
quienes los necesitan; a los que menos saben, sin reservas, con
desprendimiento, para que a su vez, ellos enseñen y ayuden a otros.
Suelo decirles: ¨No se crean, en el mar de la ignorancia estamos todos
totalmente sumergidos, la diferencia entre unos y otros, es sólo cuestión de
profundidad¨.
Hoy ya viejo pero nunca vencido, cargado de experiencias, buenas y malas,
tristes y alegres, anécdotas simpáticas y amargas, síntomas, signos, un
talego repleto para compartir y enseñar, me pregunto, ¿Cómo ha podido esta
revolución de mentiras acabar con los sembradores de buena simiente,
maestros de escuela que aún quedamos regados por cientos en los hospitales
públicos del país?, ¿Qué migaja de pan duro les han dado a cambio al país y
al sufriente?, ¿Quizá algo para ser imitado...?, ¿Quizá saberes interesados,
inservibles y fraudulentos...? Nos han hecho la vida imposible con ese
desprecio que se le da al gusano, tildándonos de materialistas,
maltratándonos con miserables sueldos, acosándonos con inseguridad personal
y frustración al no poder hacer lo que con tanto esfuerzo pudimos aprender a
hacer, cortándonos las alas: jubilándonos antes de tiempo, con egoísmo, saña
y sin consideración, impidiéndonos hacer nuestro oficio con dignidad.
¡Déjennos seguir esparciendo la simiente, déjennos seguir enseñando...!
No mis camaradas comunistas de cerebro chiquito, mezquino, trasnochado y
rancio, una computadora no puede reemplazar a un maestro de escuela; una
computadora carece de vocación, de sentimientos, de la pericia del buen
clínico recorriendo el cuerpo anhelante del enfermo con sus manos
perceptivas; auscultando con la fineza de su oído atento y erudito; apoyando
con el bálsamo de su verbo bondadoso, comprensivo y sanador; y cuando se
enseña medicina con un fin político, queriendo destruir e inventar sin
ingenio ni luces, se destruye irremisiblemente el fin y el corazón del
oficio, al maestro y al alumno condenándolo a la ignorancia de la sombras, a
ser un chapucero con ínfulas de doctor... Tal vez el mayor pecado por el
cual deberán pagar dentro muy de poco... de lo contrario...
dará susto leer la admonición de Antonio Machado
(1875-1939) con la graciosa ocurrencia de Lázaro Carreter.
La embídia de la birtúd
izo a Kaín kriminál.
¡Glória a Kaín! Oy el bizio
es lo que se embídia más...
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