Viaje al país de Humboldt
La fecunda naturaleza de nuestro suelo sedujo el ánimo del sabio alemán, quien escudriñó en los tesoros de este Nuevo Mundo, describiéndolos minuciosamente en sus “Viajes a las regiones equinocciales del Nuevo Continente”. Sus textos bien podrían considerarse como un poema científico pues nadie supo como él mostrar e interpretar el prodigio de nuestras tierras
Quiso el destino, o los silenciosos mandatos de las constelaciones, que por segunda vez España atendiera a los designios de convertirse en el imperio animador de aventuras descubridoras en el Nuevo Mundo. Primero fue la insistencia del genovés, unida a las ansias expansionistas del reino de Isabel La Católica. Luego, el azar y los buenos oficios de un burócrata de la Corte de su Majestad Católica en Aranjuez –Don Mariano Luis de Urquijo–, quien por recomendación del Embajador de Sajonia consiguió del Rey el pasaporte y amplio permiso que le concedieran al barón Alejandro de Humboldt, la libertad de invertir la mitad de su noble fortuna y su dedicación intelectual en una de la empresas científicas más vastas y reveladoras del siglo XIX: redescubrir con la mirada del sabio a la América de Colón, recorrerla con su carga de instrumentos de física y geodesia, observarla, medirla, inventariarla y escribir entonces los trece tomos de su obra Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente (1), publicada originalmente en francés en 1816.
No eran las Islas Canarias ni las costas de Cumaná los primeros puertos escritos en su bitácora imaginaria plena de los relatos de viajes de Byron, Wallis, Cook por los mares del sur y el exotismo del oriente. Humboldt solo sabía, a los 21 años, que lo que había aprendido de Willdenow, el profesor de botánica; Fischer, el matemático; Loffler, el filólogo; Engel, el filósofo, Koblanck y Kunth allá cerca de Berlín, en el castillo de Tegel, debía experimentarse in situ, en algún extremo de los mapas geográficos del mundo de 1798, lejos de Europa, donde el cielo ostenta estrellas desconocidas y la Cruz del Sur se inclina intensamente al entrar en el equinoccio.
El último genio de las ideas de la ilustración, que entendía el concepto universal del conocimiento, el alumno del geólogo Werner, el amigo de Goethe y de Schiller, se embarcó en la corbeta Pizarro en diciembre de 1798 como último recurso para darle la espalda al viejo continente. Napoleón le había mezquinado su expedición a Egipto y el Nilo, y razones políticas impidieron la travesía junto con el Capitán Baudin. El buque sueco que lo llevaría a Argelia y Túnez nunca llegó al puerto y fue entonces cuando cobraron fuerza los argumentos de su amigo y compañero Aimé Bonpland para viajar a España camino a Esmirna. Pero en su brújula no aparecía el Asia Menor sino las costas de Tenerife rumbo a Cuba y México.
El equinoccio como destino
El azar se encargaría de retenerlo en las aguas frente a la Nueva Andalucía donde estudiaría las corrientes equinocciales y tomaría la temperatura de su excepcional tibieza. “La resolución que tomamos del 14 al 15 de julio tuvo una influencia feliz en la dirección de nuestros viajes. En lugar de algunas semanas nosotros residimos un año entero en la Tierra Firme; sin la enfermedad que reinó a bordo del Pizarro, no hubiéramos jamás penetrado el Orinoco, el Casiquiare y hasta los límites de las posesiones portuguesas del Río Negro”. Nueve de los trece tomos de la versión francesa original de Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente están dedicados a la exhaustiva expedición de Humboldt por la geografía venezolana que le sirvió de escenario para experimentar toda su sabiduría ecuménica y ensayar su nueva disciplina científica a la que quiso llamar “la física del mundo” o “la teoría de la tierra”.
Bastó que Alejandro de Humboldt pusiera un pie en Tierra Firme y atravesara la extensa llanura del Salado, que conduce hasta Cumaná, para que una nueva lucha animara su espíritu. El racional estudiante de anatomía y alumno sobresaliente de la Universidad de Frankfurt claudicaba ante los deslumbrantes anuncios del “carácter prominente de la naturaleza en las regiones ecuatoriales”. Así, Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente es el más extenso y riguroso relato de la geografía física donde la exactitud de las mediciones barométricas y de las longitudes calculadas con un cronómetro del señor Luis Berthoud, No. 27, conviven con las más emocionadas descripciones de la naturaleza y de las costumbres de la América meridional. Se detiene Humboldt a mirar y describir en su vasto viaje escrito la primera planta que recogió en el continente de la América: la Avicennia tomentosa; también en “la transparencia del aire en los bordes del volcán Pichincha”, o en los colores de los pájaros, los peces y los cangrejos... “Hasta este momento discurrimos como enloquecidos: en los tres primeros días no hemos podido determinar nada, pues desechamos siempre un objeto para apoderarnos de otro. Bonpland asegura que perderá la cabeza si no cesan pronto las maravillas”, escribe a su hermano Guillermo apenas abandonó la corbeta Pizarro.
Exactitud y emoción
Trece tomos de inventario y deducciones, de relatos e impresiones entretejen una escritura que alcanza el equilibrio entre la exactitud científica del hombre agobiado de instrumentos, la intuición poética y el testimonio de su asombro. La última intención de Humboldt era escribir una relación histórica de su recorrido por los caminos del Almirante emprendidos trescientos años atrás. Sabía que allí estaba la debilidad de numerosas obras que sucumbieron ante cualquier exigencia científica (Humboldt desestimaba incluso aquellas de los primeros misioneros, como la del padre Manuel Román, quien en 1744 avizoró la existencia del Brazo Casiquiare; y de los jesuitas Salvador Gilij y José Gumilla llamándolas “cuentos de frailes”). Pero tuvo que sacrificar –oigamos su propia sentencia– “la extremada repugnancia de escribir la relación de mi viaje” y admitir que “es a él (al viajero) a quien deseamos ver sin cesar en contacto con los objetos que le rodean, y nos interesa tanto más su relación cuanto mejor esparcida está una coloración local en la descripción del paisaje y de los que lo habitan”.
Recordó las obras de Américo Vespucci, Fernando Colón, Geraldín, de Oviedo y de Pedro Mártir de Anglería donde el imaginario y la afición por lo maravilloso imitan los patrones mitológicos de la antigüedad clásica.
Viaje a las Regiones Equinocciales del Nuevo Continente es así la reconquista de la ingenuidad de los primeros cronistas y el triunfo de una laboriosa investigación que trascendió la naturaleza dividida en cada una de las parcelas del conocimiento humano para ir en busca de un género nuevo que conjugara todas las disciplinas científicas y logrando “el encadenamiento de los hechos”.
Si la Tierra Firme fue para Humboldt el reservorio de las seis mil plantas y semillas que enriquecieron los jardines botánicos del viejo continente, el paisaje nocturno donde observó las constelaciones y midió el temperamento de los vientos; averiguó el hábitat de las especies animales que, como el Temblador, asombraron a los zoólogos y entomólogos de la Europa enciclopédica urgida de una actualizada y rigurosa obra científica sobre el Nuevo Mundo; para este lado del Atlántico, el itinerario del sabio berlinés por la Provincia de Venezuela y sus otros destinos americanos, sus deducciones y hallazgos, se convirtieron en la referencia esencial para quien quisiera renovar sus huellas, comprobar sus hipótesis (como la unión del Orinoco con el Amazonas a través del Río Negro y el Brazo Casiquiare), y comprender las leyes internas de la subyugante naturaleza de una región del mundo. El azar quiso que Humboldt hiciera del equinoccio un lugar donde reina ese frágil entendimiento del hombre con la tierra.
(1) Monte Avila Editores. Caracas, 1991. Tomos I, II, III, IV, V
Ruta hacia el sur
Casi nada ha cambiado en los confines del sur, sobre la espesura y humedad de la verde vastedad de Amazonas, desde que el barón Alejandro de Humboldt tuvo la ambiciosa fantasía de acercarse a la extremidad equinoccial de la Tierra Firme para acabar con el desvelo que le causaban las elucubraciones del padre Román y las inconclusas tareas del infortunado Loefling, muerto demasiado pronto en las playas aledañas a las Misiones del Caroní.
Nada ha inmutado las piedras tiznadas de Atures, donde se detuvo el sabio a averiguar la extraña riqueza mineral de su lúgubre y calurosa apariencia, y la peña del Culimacari sigue invocando el beso prohibido de los hermanos, inmóviles, pétreos, cerca del cerro Yapacana que hoy carcomen los mineros del oficio tentado por el destello del cochano. Tampoco ha amainado el encrespamiento del Orinoco en los raudales profusamente descritos por el sabio, ni su transparencia en las cercanías de Esmeralda. Ni se ha atenuado la oscuridad del Río Negro que conduce hacia el final de Venezuela y anuncia el vecinazgo de las antiguas posesiones portuguesas en la Tierra Firme.
Su deseo de develar el misterio de los contradictorios vaivenes de las aguas del Casiquiare le hizo soportar “el tormento de los mosquitos” y constatar la insistente soledad de sus vastedades. “Sólo en el cielo se puede leer dónde está uno sobre la tierra” escribiría en su Viaje a las Regiones Equinocciales del Nuevo Continente. Y Solano, aquel destino de misioneros, caucheros y colonos, sigue siendo hoy, como ayer, el espacio donde sobreviven restos de varias quimeras, sin que aún podamos navegar hacia el Amazonas pasando por las aguas tormentosas del Casiquiare.
El redescubrimiento de América
Por Jesús Sanoja Hernández
En Humboldtianas, volumen que reúne artículos y crónicas de Arístides Rojas, recopilados y publicados por Eduardo Rohl, aparece la figura del barón en diferentes momentos y espacios, y acaso haya sido ese libro el mayor reconocimiento que entre nosotros se le haya hecho al “nuevo Colón”. Humboldt llegó a Caracas al finalizar el siglo XVIII y la abandonó al iniciarse el siglo XIX, cuando emprendió viaje hacia el Orinoco, vía los llanos, para, luego de tocar en San Carlos de Río Negro, seguir hasta la desembocadura del canal de Casiquiare en aquel tramo donde se comunica la cuenca amazónica con la del Orinoco. Fue exploración, no en busca de El Dorado, como las de los conquistadores y aventureros del siglo XVI, incluido Raleigh, sino de la verdad científica, en él no exenta de deleite estético.
De vuelta por la ruta fluvial llegó a Angostura el 13 de junio de 1800, y de allí continuó hacia Cumaná, por El Pao, Cachipo y Nueva Barcelona. Humboldt y Bonpland (en cuyas relaciones por cierto, Ibsen Martínez incursionó a través del recurso teatral) culminaron su expedición por donde la habían comenzado, por “la primogénita del Continente”. No conocieron, pues, el encuentro del gran río con el Caroní, ni mucho menos la maravilla deltaica que llevaba las aguas del Orinoco al mar.
La visión de Humboldt –y específicamente la de Venezuela– fue muy distinta a las de Gilij, Gumilla o Caulín, y no sólo por su formación científica, sino porque ya la literatura de viajes se había visto penetrada, en Europa, por el espíritu de investigación y el inventario tan propios del expansionismo de fines del XVIII y comienzos del XIX. Mary Louise Pratt, en su breve ensayo, “Humboldt y la reinvención de América” sostiene que “desde una perspectiva global, los viajes de Humboldt por América y sus escritos coinciden con una coyuntura particular de la expansión capitalista europea donde termina la fase marítima de la exploración y comienza la interior, tierra adentro”.
Hasta 1804, Humboldt y Bonpland estuvieron recorriendo territorios americanos. En 1805 el sabio alemán se encontró con un joven venezolano en París “a quien le abrió los ojos sobre las tareas que le esperaban en Sudamérica. La palabra independencia parecía flotar en el ambiente, y Humboldt opinaba que el futuro estaba ya maduro” (Christian Herner).
Bolívar no desoyó la advertencia y mientras Humboldt escribía incansablemente los volúmenes del Viaje..., él se preparaba para emprender, también incansablemente, la empresa liberadora. En la Angostura que el alemán había visitado en los días de la Gobernación de Inciarte, aquel Bolívar, diecinueve años después, pronunciaba el discurso que se constituiría en la pieza clave de su pensamiento político. El Orinoco devolvía su curso, mientras cerca del Caroní –el río por Humboldt no avisto– Piar había sellado con éxito la campaña de Guayana.
Fue Bolívar quien llamó a Humboldt el segundo descubridor del Nuevo Mundo. De este no sólo dejaría el mayor y más logrado de los documentos con su extensa relación científica, sino que guardaría cierta memoria para la ciudad avileña, a cuya cima (la Silla de Caracas) habían ascendido él y Bonpland el 2 de enero de 1800. Humboldt se conmovió cuando supo del terremoto que en la semana santa de 1812 asoló a la ciudad. Acosta Saignes debió explicar cierta vez por qué Humboldt aparecía en una pequeña colección dedicada a relatar vidas de “los más ilustres venezolanos”. Simplemente era un sabio universal y su Viaje... destacaba como “uno de los libros clásicos de la cultura venezolana”. ¡Palabras inobjetables! Viajar con Humboldt (y Bonpland) es redescubrir, en el túnel del tiempo, a las regiones equinocciales, desde entonces materia de las ciencias más que de la crónica y la fábula.
*Publicado el 15 de febrero de 1998
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