Aunque Mann lo afirma, La muerte en Venecia deja poco claro si viajar es,
de hecho,
una medida higiénica. Probablemente sí. ¿Qué es, sino contaminación,
el encierro en
una rutina que mata la creatividad, el estancamiento de los sentidos, de la
conciencia,
el conformismo rampante que deshace los tejidos de la vida, la apatía
que provoca
el sabernos finitos e impermanentes? Ahí es a donde nos lleva el autor, a
la aventura
que es seguir los pasos que el corazón dicta, los caminos que dibujan las
ansias, el
deseo que de antemano sabe la tragedia que avecina. Y nos subimos,
con él, con
Aschenbach, a aquella góndola veneciana que evoca los ataúdes, las locuras
sigilosas
y perversas en el destello nocturno de las aguas, la muerte misma,
dice Mann,
el féretro y la lobreguez del funeral. El silencioso viaje final. Y, entonces,
también
con él, al principio dudamos, quedarnos en Venecia o en cualquier lugar
del mundo,
para morir, o irnos a morir a otro lado. Al final, vamos. La certeza
de que éste,
ése que veía Aschenbach oculto entre los rizos de Tadzio, era el camino
correcto,
incluso cuando era fatal, borra cualquier rastro de duda.
Y yo me pregunto, si así fuera el viaje, si nos llevara un gondolero
clandestino,
sin cobrarnos, si nos recibieran con las puertas abiertas en un hotel
de primera,
si encontráramos motivo de obsesión, locura y amor sobre la arena de
una playa,
si nos acompañara la soledad fértil de las páginas en blanco, ¿quién podría
negarse a la travesía?
La belleza
Alguna vez, sentada junto al mar en cualquier rincón olvidado de Acapulco,
divisé a un hombre muy hermoso. Su piel morena y aquellos ojos
tostados que
se convirtieron en poesía no dejaron de hipnotizarme, hasta que la tarde,
el ocaso
y la muerte de ese día de maravilla anunciaron el fin de la historia.
La obsesión quedó
encapsulada en un par de versos: “Cabrá toda la grandeza de la luna /
en un solo
instante de adorarte”.
¿Es la belleza lo que, en el último capítulo de la vida, nos mata?
¿Morimos de
belleza? Para Aschenbach, era la imagen de Tadzio, su figura, su
juventud, lo
que provocaba el dolor y la esperanza: fue inspiración, fue musa,
fue el duende
que, una vez dentro, completó lo imposible, el amor inalcanzable que
devora por
las noches y acelera en las mañanas. Irónica es la existencia: aquello que
impulsa a
amanecer, a recorrer los callejones de una ciudad maldita, a aguzar
oído y vista
para capturar hasta el mínimo detalle del objeto del deseo, es también
aquello que
desvía y descarrila la cordura, es también aquello que domina el sentido
común y
lleva a las últimas consecuencias.
Y en un orden de ideas que podría parecer lógico, a simple vista,
dice Sócrates
que la belleza es la única forma de lo espiritual que podemos aprehender
y tolerar
con los sentidos; y contesta Schiller que el encanto de la belleza
estriba en su
misterio, que si deshacemos la trama sutil que enlaza sus elementos,
se evapora
toda la esencia; y entonces Goethe nos concede el epitafio: la belleza es
indivisible,
el que ha llegado a poseerla, antes de compartirla prefiere anonadarla.
Aquella maravilla que leemos en La muerte en Venecia, su tragedia, real
o ficticia,
duele. Tener al alcance de los dedos tanta verdad hace sufrir. Es
de suponer,
entonces, que con tanto ruido, con tal estruendo ensordeciendo el alma,
“se mueven las palabras, la música / se mueve sólo en el tiempo;
mas / lo que
sólo vive no puede / sino morir. Tras el discurso / las palabras aspiran al
silencio”. Y como en los cuartetos de Eliot las palabras al silencio, en las de
Mann, Aschenbach a la muerte y su quietud
.
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