A Cora Páez de Topel Capriles

A Cora Páez de Topel Capriles
A Cora Páez de Topel Capriles, gran amiga de Aziz Muci-Mendoza, él le recordaba al compositor de mediana edad Gustav von Aschenbach, protagonista de la película franco-italiana "Muerte en Venecia" (título original: Morte a Venezia) realizada en 1971 y dirigida por Luchino Visconti. Adaptación de la novela corta del mismo nombre del escritor alemán Thomas Mann.Se trata de una disquisición estético-filosófica sobre la pérdida de la juventud y la vida, encarnadas en el personaje de Tadzio, y el final de una era representada en la figura del protagonista.

domingo, 8 de marzo de 2015

Economista, narrador, ensayista y poeta, Orlando Araujo dejó a su paso por Venezuela un valiosísimo aporte para el país: en Narrativa venezolana contemporánea agrupa a los libros que, a su criterio, formaban la literatura contemporánea –entendiendo como “contemporánea” la narrativa que rompía con el cuadro costumbrista y el reformismo sociológico. Con este libro, lleno de tendencias, antecedentes y evoluciones, Araujo incluso logra vislumbrar la trascendencia de escritores entonces apenas conocidos

Narrativa venezolana contemporánea, de Orlando Araujo: Comentarios de un lector

Orlando Araujo / Tom Grillo - Archivo
Orlando Araujo / Tom Grillo - Archivo
Economista, narrador, ensayista y poeta, Orlando Araujo dejó a su paso por Venezuela un valiosísimo aporte para el país: en Narrativa venezolana contemporánea agrupa a los libros que, a su criterio, formaban la literatura contemporánea –entendiendo como “contemporánea” la narrativa que rompía con el cuadro costumbrista y el reformismo sociológico. Con este libro, lleno de tendencias, antecedentes y evoluciones, Araujo incluso logra vislumbrar la trascendencia de escritores entonces apenas conocidos

I
Rehuyo de los especialistas, y de los solemnes, de los convencidos, de los exhaustivos y de los objetivos. Rehuyo del rigor infalible supuestamente de las normas –y no de su utilidad. Me exasperan los infatuados doctores de la república que desconocen la dimensión sintáctica del lenguaje. Ellos son especialistas, conocen los capítulos y parágrafos únicos, y algunas deslucidas referencias históricas. Tampoco me interesan los versadísimos en una mínima parcela del conocimiento. No desconozco que acaso hayan estudiado a fondo los libros, los manuscritos, las cartas, los diarios, los testimonios, las pequeñas insolencias, la turbia calidez de las perversiones de un solo autor pero muchas veces, esa dedicación sólo los lleva ajusticiar a su presa con el dominio total de la única interpretación, esta senda de la autoritas poca importancia tiene para mí. A estas alturas creo más en los iluminados, ungidos que en los científicos. Por eso puedo leer a gusto un libro que no es sistemático, cuyo cuerpo recompone, a través de la literatura como objeto o síntoma, el devastador proceso que ha pasado Venezuela del horror de la tierra al horror urbano. Novelas, cuentos, historias que son un mapa, que siguen un borde, ensayan una figura.
Narrativa venezolana contemporánea (1972) de Orlando Araujo es el transcurso de una mirada que entre las expresiones narrativas del siglo teje relaciones, antinomias, rescata materiales del olvido, compara. Va y viene, como buen excursionista, de la raíz al fruto, del tallo a la tierra, salta entre pasado y presente para cerrar al borde, para chequear el recorrido, el territorio que ocupan estas historias. Hace juicios, es apasionado. No sigue un orden metodológico. Es buscador de signos, relacionador de textos, guía de sentidos.
Desde su óptica de conocedor de las Ciencias Sociales, reconstruye, “interpreta” el contexto. La fricción entre la Venezuela rural y la petrolera es para el autor, también narrador y poeta, un proceso ardoroso que tiene su reflejo en la narrativa, en la expresión literaria. Recompone los motivos del imaginario venezolano, y valora el aspecto singular, las nuevas propuestas. Ve a las obras y los autores como una sola unidad. Los aspectos biográficos no tienen foco relevante, advertimos resaltadas sí las definiciones nacionales, lo histórico, la urgida pregunta sobre nosotros mismos. Son ensayos, comentarios de un lector que conoce al país, que sabe cuál es la lógica del articularse económico en los procesos sociales de la nación, los vaivenes de este siglo que ha tenido que vivir la modernidad en un estado de ausencia o estereotipización bárbaros. La modernidad transforma a Venezuela, más bien le adosa nuevos escenarios.
Tampoco es Orlando Araujo el narrador consumado que ve las otras escrituras como un juego de espejos de su solo reflejo trascendente. Prefiere comparar las voces y las circunstancias. No es, seguramente, un especialista, pero, como ya he repetido, no me interesa el término o la cualidad. Leo con toda libertad este ensayo pues el mismo autor no se propone otra óptica que la del lector. Un lector que no se pretende objetivo, pero que tiene la concreción de articular los contextos, el horizonte temporal de los libros que él acumula como contemporáneos.
II
Dónde se inicia la narrativa contemporánea venezolana para Orlando Araujo? En aquello que rompe el cuadro costumbrista y el reformismo sociológico. El fin de la fórmula criollista.
El criollismo llega a su perfección, a decir del autor, con Doña Bárbara, a la perfección de un modelo que es de por sí esquemático y limitante. En 1931 “con la publicación de Las lanzas coloradas de Arturo Uslar Pietri comienza una nueva etapa de la novela venezolana” esta novela, aún talladas en las sangres decimonónicas, es para Orlando Araujo la puerta de salida del costumbrismo, del pintoresquismo, del reformismo, del tono edificante de nuestra narrativa. El asunto que marca la diferencia es un problema de forma. “Ideológicamente, el propósito de los nuevos novelistas es el mismo que el de los criollistas: expresar a Venezuela, buscar el ser venezolano, ir hasta la esencia de lo propio como un camino legítimo hacia lo universal; lo que varía es el procedimiento, la factura estética, el estilo y la estructura novelística”. Salvedad muy importante de anotar para entender la tradición, el afán por poblar un territorio que siempre vemos desierto.
Nuestras huellas en el pasado son apenas visibles y como se pregunta Rómulo Gallegos en su Reinaldo Solar “¿Seremos un pueblo que marcha por un arenal seguido de un viento de fatalidad que va borrando los pasos? Los que vinieron después de ellos, los de las generaciones anteriores a la nuestra, buscaron, sin duda, esa huella, pero tampoco supieron dejar la suya en la tradición del arte nacional. Y así, uno tras otro, cada cual ha tenido que comenzar, siendo a la vez principio y fin de sí mismo”.
Nos sentimos, aún hoy, en la obligación, en la deberosa tarea de recomponer la memoria: nuestra memoria. El despegue petrolero nos hizo sentir el estupor del abismo, la enorme distancia de otro modo de ser que tiene otro paisaje y responde a otro origen: nuestro origen. La constante reelaboración del tema de la tierra, la definición y predefinición de las finalidades de la narrativa venezolana. Esa manía hacia el realismo. El tema de la nación, su crítica y proyección saturó su intencionalidad e hizo pesado el espíritu de juego que subyace y es base de la novela como género. Orlando Araujo tipifica exacta y sintéticamente la tradición edificante de nuestra literatura.
III
Guillermo Meneses, Enrique Bernardo Núñez, Julio Garmendia, nos legan la conciencia de un hombre que ya por siempre sabe que, pese a los resabios de la razón, el sueño forma parte de lo real. Y se abren las líneas que vaticinan a un Oswaldo Trejo, Antonia Palacios, Adriano González León, Francisco Massiani, Salvador Garmendia, José Balza, Elisa Lerner, Carlos Noguera, Renato Rodríguez o Laura Antillano.
Entra de lleno en su contemporaneidad.
Los años sesenta son tiempos de profundas convicciones. De un coraje que parece extinto. Orlando Araujo afirma que la literatura contemporánea venezolana tiene su lugar en la expresión literaria continental. Esta voluntariosa enunciación no es causa de alguna tendencia delirante o megalómana, o de esa euforia de los melancólicos: No. Es cierto: los muertos hablan con los vivos, y el sueño y la realidad se funde en Cubagua, 30 años antes que Juan Rulfo escribiera su Pedro Páramo. En La galera de Tiberio (1939) el tiempo es todos los tiempos, la muerte y la vida, el día y la noche, el sueño y lo real están planteados como paradójicas equivalencias. No es una mentira, tampoco una exageración, es nuestra falta de valoración, de estima. Orlando Araujo evidencia esta cuestión, este penoso asunto (y valga aquí la frase hecha). Desde su “atormentada modestia”, Enrique Bernardo Núñez siempre se refirió de Cubaguacomo a “su novelita”, y decidió dedicarse al periodismo. Ocupados, sus contemporáneos aplaudían redundantemente a Arturo Uslar Pietri y a Gallegos y no veían más a nadie, y menos las formas sin calco, las que inician la tradición, la renuevan, la perpetúan siendo otra y otra nuevamente.
Orlando Araujo hila las cuentas de este muestrario de tendencias, voces y evoluciones, aperturas y vacíos, sin necesidad de fundar, imprimir modelos, reformar, reconstruir ampulosamente. La narrativa estudiada en sus contextos dona a los lectores las formas que ha tomado la literatura venezolana en este siglo, sus hitos, su devenir, como un modo de pertenencia.
¿Hay olvidos en estas páginas? Seguramente...
IV
Orlando Araujo reúne, un tanto arbitrariamente –y lo reconoce–, a las mujeres en un solo capítulo. Enfoca el horizonte temporal que permite o basamenta la construcción o la aparición de la mujer en la esfera de lo público: “cuando nuestros pensadores positivistas de fines del XIX y comienzos del XX abrazan la causa del divorcio, defienden la libertad de la mujer y le asignan un papel más activo dentro de la comunidad, están desafiando el establecimiento social del latifundio y, en términos de la concepción feudal de dicho establecimiento, están quebrando los sagrados lazos familiares. Era revolucionario entonces asumir la causa de la igualdad entre hombres y mujeres, y la lucha ‘feminista’ pasó justificadamente a ser un capítulo del reformismo y del progresismo en economía, en política y en literatura”. Y declara abierto el contexto donde se expresa Teresa de la Parra, Gloria Stolk y Mercedes Carvajal de Arocha (Lucila Palacios).
Tras destacar los méritos que tiene Historias de la calle Lincoln, como toda la escritura de Carlos Noguera, escoge uno determinante “la perspectiva o el efecto humorístico, irónico, cuestionado y, sin embargo libre de carga ideológica, de documento novelado y del estereotipo de la violencia dramática”.
En 1972, fecha de la primera edición de Narrativa venezolana contemporánea, José Balza contaba apenas 32 años, y Orlando Araujo, sin dudas, apunta el futuro éxito de una “obra concebida y formulada desde un ángulo que romper radicalmente, no sólo con los puntos de vista del realismo, sino con todo lo que hasta ahora se ha entendido como experimentación en nuestra narrativa y en gran parte de la narrativa hispanoamericana”. Más allá de los tratamientos del lenguaje a los que adscribe a González León o Guimaraes Rosa.
Hace comentarios acertadísimos, de buen lector especialmente en el capítulo titulado “Negro es el humor con que amanece” donde se ocupa de Piedra de mar, de Francisco Massiani, y Al sur del Equanilde Renato Rodríguez, que no son “libros de evocación ni de reconstrucciones, sino de imaginación operando a quemarropa sobre el documento de la vida, la literatura como piel y lo cotidiano entregándose a registros de apariencia frívolos y de profundos desgarramientos coloquiales”. La picaresca del fracaso, el humor de los decepcionados. Vuelve a la raíz al culminar las últimas páginas, y aparece María Eugenia Alonso con la mueca de la risa.
Las puertas abiertas por esa contemporaneidad, dieron paso al espacio donde hoy transitan y germinan formas sorprendentes y aún desoídas. Tenemos unos libros por leer los venezolanos. Orlando Araujo estima que son 200 libros contemporáneos (editados entre 1930 y 1960), que pasean por estas páginas, muy bien leídos, y reelaborados, los que pueden serlo, en su contexto latinoamericano. Nuestros clásicos contemporáneos ¿Qué sucede en las editoriales que no los promueven, ni reeditan?
V
Narrativa venezolana contemporánea es algo más que un inventario. Va un poco más allá de las listas. Además de estar absolutamente libre del tono apologético tan presente en los “panoramas” de la literatura venezolana, Orlando Araujo tiene el gran acierto de ver el proceso político y económico de Venezuela como escenario de su expresión literaria, no como su determinante. Logra demarcar una cronología verosímil de esa expresión, indicando los movimientos y sus contrarios en el tiempo, sin parámetros preestablecidos y diáfana y acertadamente.
¿Qué nos diferencia de estas valoraciones a casi tres décadas de distancia? Quizá ese aliento protagónico de los márgenes que la revolución cubana habían impreso en los intelectuales sentirnos latinoamericanos. Acaso la vehemencia. ¿Qué resentimos en estos comentarios? ¿Mayor organicidad, menor caudal de convicciones?
Una característica grande en este libro de Orlando Araujo es el coraje que lo atraviesa. La claridad con que se enuncia el Juicio propio. Un intelectual comprometido. Habría que pensar si no empieza a ser una dulce nostalgia, es decir, una probable próxima añoranza, ese compromiso, esa toma de posesión del hombre que piensa y revisa su tradición.
Ciertamente estos ensayos son apuntes, no sé si puedan figurar en la constelación de los estudios realizados por los especialistas, pero pueden ayudarnos eficientemente a refrescar, e identificar el origen de nuestras búsquedas.    
Con liquiliqui de lienzo blanco
Conozco más el pesar de los amigos por su ausencia, que a su persona. Sin embargo, una imagen de Orlando Araujo ha quedado indeleble en mi memoria entre otras furtivas de principios de los ochenta. En el Restaurante El Parque, vestido en un perfecto Liquiliqui blanco, que no sé por cual fenómeno estaba libre, absolutamente incólume de ese barniz de prosperidad “nacional”, nada que ver con la rigidez del liquiliqui de Chávez, o el autoctonismo de Simón Díaz. Un liquiliqui ligero, de lienzo blanco. Sí, Orlando Araujo estaba allí, el rostro rojo, la mirada en el sitio que lo conmueve, es decir, expandida hacia todo. Sonreía y albergaba reconfortado el buen efecto de dilatados dos Old Pars, en la medida tarde de Caracas. Lo escuché más que en sus palabras, en su arrobada sensibilidad.
–¿Ese señor es Orlando Araujo?
Y discutimos. El era economista y yo no había desmerecido aún el afán de tener razón.
A veces dudo, y no sé si valoro más la pasión que la inteligencia. Otras veces sé que no puede haber inteligencia sin pasión (y hay malas pasiones). Y en los momentos más álgidos del sueño o la pesadilla, me pregunto cómo sustituir el preámbulo de la claridad.
En Mis canciones ya viejas el poeta canta la luz, al amor y al vino. Su naturaleza es la entrega, y a lo largo de sus ensayos exclama, se corrige y acusa de arbitrario, de no analítico.
Esa tarde, la fiesta se hizo dilatada y hubo canciones y recitó sus poemas. La lucidez no lo abandonó. Dijo que no aceptaba esa vaina de dejar por fuera a Andrés Eloy Blanco. Y volvió a brindar por la vida.

Un compañero de viaje
Por Jesús Sanoja Hernández
1968 fue año de entusiasmo para Orlando y sus (como yo) compañeros de viaje. Había triunfado en España Adriano González León con País portátil. Ese Seix Barral repetía de algún modo la historia de Andrés Eloy con su Canto a España y de Gallegos conDoña Bárbara. Fuimos a Los Ocumitos, Miguel Otero incluido, por ese entonces seudonomizado en Aureliano Buendía, y Orlando derrochaba ingenio al borde de la parrillera, sorbiendo de un vaso de cartón el licor que lo transforma en vehemente y tormentoso.
Por los mismos días El Nacional premió por partida doble en su concurso anual de cuentos a “Viaje inverso”, de Gustavo Luis Carrera, y “Un muerto que no era el suyo”, de Orlando, que si lo había enviado con el seudónimo de S. Carmen Ñengue, lo respaldó con otro, por cierto empleado en ese diario para comentarios críticos. Juan Lucena, pues.
Aquellos que antes preguntaban quién era es Juan Lucena supieron entonces que se trataba de Orlando Araujo. A Miyó Vestrini le declaró Orlando, a raíz de ese premio, que el tal cuento formaba parte de un libro por salir (Compañero de viaje) y que, además, él había enviado otro al concurso “Manos 0-010”, luego publicado, aclaro yo, en una de las entregas de la revista Papeles, dirigida a la sazón por Ludovico Silva.
Pero le dijo más a Miyó: “No debe haber divorcio entre la palabra del escritor y su propia vida”, lo cual en Orlando más que una verdad era una obsesión. En ese sentido, él pertenecía a la familia literaria de Blanco-Fombona, aunque este careciera de las virtudes bohemias de Orlando, quien en su Crónica de caña y muerte escribió al respecto todo lo que se podía escribir. Ese fue un libro de retazos existenciales y episodios confesionales, surgidos con aires de presagio en la clínica Santiago de León. “Los caminos que andan” lo conducían lentamente hacia la muerte.
Cuando se decidió a ordenar los materiales para Narrativa venezolana contemporánea, poco después de la experiencia renovadora en la Escuela de Letras, San Antonio de los Altos le sirvió de refugio ideal. Acumulaba como antecedentes en los estudios críticos aquel texto singular sobre la lengua y creación en la obra de Gallegos, producto de disciplina universitaria y en el cual Crema, Rosenblat y su pasión investigativa tuvieron mucho que ver. En el largo interludio, signado por la revuelta de los 60, Orlando había dado saltos increíbles: del rigor del economista y el trabajo en Pro Venezuela al periodismo combativo (El venezolano, Qué, La extra, Deslinde) y de aquí a la docencia rebelde, abierta a la comunicación con las ideas y los movimientos contestatarios.
Para matar un complejo, la cárcel le sirvió de válvula sublimante. Los seis meses en el San Carlos, 1965, le permitieron conocer lo que había ignorado en los años de la dictadura. Su análisis de la obra de Díaz Rodríguez (La palabra estéril) fue redactado en los calabozos donde alguna vez acampó la División Táchira, al mando del terrible Romero García. Trina –su mujer, secretaria y ángel de la guarda– le llevó el rimero de fichas, porque ha de saberse que Orlando perteneció a esa generación donde la ficha (el orden, que le era caro en los momentos de investigación) y los papeles emborronados en los bares (el desorden, que le era innato en los momentos de creación) constituían el preámbulo de la publicación.
En Narrativa venezolana contemporánea es posible encontrar esas dos etapas del proceso. La disciplina lo llevó, tras revisión de conocimientos y su proyección crítica, a rechazar la moda, pasajera como todas, de la novela objetal del grupo Robbe-Grillet, y la violación de reglas, propia de su temperamento, lo condujo a calificar de novela a Memorias de un venezolano de la decadencia. En el buen sentido del término, Orlando era un provocateur, y en ejercicio de su condición temperamental fue capaz de alabar la poesía de Andrés Eloy solo para darle en la vena del disgusto a quienes no le veían segundo –ni mucho menos rivales– a Ramos Sucre. Lo mismo puede decirse de sus comparaciones entre Darío y Vargas Vila y de su adhesión pública al Partido comunista cuando ya este era sombra de un pasado, al parecer, irrecuperable.

*Publicado el 17 de mayo de 1998 

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