El paseante inadvertido
“Yo tengo a mi lado el primer logro de ese afán inusual, un volumen hecho con el mayor cuidado editorial y estético sobre Joaquín Cortés (Premio Nacional 2008-2009)”
Lo primero que hay que subrayar es la sorpresa porque en esta Venezuela destartalada, entre otras muchas carencias sin libros y sin papel, a alguien se le ocurra hacer una editorial de fotografía, en estricto sentido la primera en el país. De fotografía, enfatizamos, porque este arte magnífico continúa siendo un pariente algo subestimado de las artes icónicas, así haya logrado mucho lustre en las últimas décadas y que sigue y seguirá logrando. Esto para decir que naturalmente no son demasiado abundantes los libros nacionales en ese ámbito. Lo cual hace más interesante lo que la editorial La Cueva se ha empeñado.
Por lo pronto una línea editorial que se ha propuesto es la de editar volúmenes individuales sobre los Premios Nacionales de Fotografía. Y yo tengo a mi lado el primer logro de ese afán inusual, un volumen hecho con el mayor cuidado editorial y estético sobre Joaquín Cortés (Premio Nacional 2008-2009). Además en formato de bolsillo y por ende relativamente asequible al comprador depauperado, que es el 80% de la población, según las universidades más reputadas. Me dicen que vienen otros en camino pero no los nombro para no contar pollos antes de piar, que se ha demostrado científicamente que es pavoso. De la edición de este primer libro, que contiene una antología de 72 imágenes, de una larga y sostenida travesía de más de medio siglo, con un texto introductorio y una cronología, solo apuntaría que el texto preliminar de Juan Carlos Palenzuela es demasiado breve y forzado y faltaría una nota con los criterios de la selección y las características y circunstancias de algunas fotografías.
Joaquín Cortés, agrego, no es solo un estupendo fotógrafo, es un educador audiovisual y un cineasta. De eso no voy a hablar, por supuesto, pero sí quería decir que las imágenes documentales de su cortometraje El domador están entre las más hermosas del cine venezolano de cualquier época, lástima que en un documental bastante invertebrado.
Yo creo que Cortés tiene un lugar muy singular en la historia de la fotografía venezolana. A diferencia de la inmensa mayoría de sus coetáneos, aquí y en el resto del continente, no se dejó atrapar por la fotografía ideológica, adjetivo que prefiero al de social, que no dice nada o demasiado, valga decir aquella que pretendía elaborar un mensaje político, luego sociológico, al menos en las décadas del sesenta y setenta, en una América latina encendida por sus contradicciones, tan intensas que en no pocos lugares y momentos desembocaron en la violencia armada. Y como se sabe hizo que, con mayor o menor intensidad, los intelectuales y artistas optaran por el compromiso sartreano con la causa de la “liberación”, con la “izquierda” (las comillas son producto del tiempo, que todo cambia). Un autor decisivo y por demás magistral de ese paradigma en fotografía es Paolo Gasparini; su libro América Latina, para verte mejor, se convirtió en una referencia continental. Cortés pasa al lado de esa posición con la cual no comparte sino el realismo sin poses, adherencias pictóricas o teatrales, el blanco y negro y el formato de dimensiones recatadas. Del resto su fotografía tiene mucho más que ver con la vida cotidiana, no segmentada en clases antagónicas, de grandes ciudades, de aquí y de allá, y de lo que le acontece a los ciudadanos de la manera más imprevista. Imágenes de la condición humana, metafísicas, para usar un término algo inasible. Eso han debido considerarlo algunos como una carencia en su momento, hoy posiblemente los mismos lo vean como una virtud. En todo caso es su ADN estético y su constancia.
Joaquín Cortés es un paseante, la mayoría de sus fotos acecen en las calles citadinas, en general en las metrópolis, de tres continentes. El caminante acecha como un cazador el “momento decisivo” en que un hombre nos nuestra la osamenta de su alma en general adolorida, o dos o tres o muchos se confabulan para convocar el absurdo que anda suelto por doquier desde que surrealistas de toda laya, o existencialistas, lo convirtieron en sacramento del siglo XX.
Pero el autor que comentamos lo hace como militante de una estética muy suya, de lo discreto, lo tenue, lo sereno, lo cortés (¡vaya, valga!). Es su manera más constante y lo que lo hace un artista personalísimo y estupendo. Una suerte de respetuoso testigo de la bullente confusión de la comedia humana. Que no quiere nunca verla más allá de lo que la mesura de la sensibilidad de su ojo singular lo desea. Y sus certeros encuadres, clásicos y milimetrados, nos dicen, nos murmuran algo que vale la pena ver, porque enuncia y sugiere, nos pone al acecho, de un acontecimiento del cual nos dice más que si lo hubiese desarrollado en sus expresiones más explosivas y terminales. Ese caballero que mira, solo mira con temor y temblor, a la puta algo estrambótica, se queda en el preámbulo de los caballeros ansiosos y cautos y las putas escépticas y hastiadas que abre una novela complicada y apasionante. Mucho más intrigante que si momentos después nos mostrara algún desarrollo de la historia.
Ese estilo del artista cosmopolita, que lo liga más a los fotógrafos europeos, pero que no le impidió entrar, por ejemplo, en los cálidos llanos venezolanos o en los dramáticos ámbitos de la miseria, es uno de los episodios más singulares de la fotografía venezolana. Yo diría que la decadencia del montaje de atracciones eisensteniano, máquina de coser y paraguas surrealista, verbo incoherente de Ionesco, Sísifo existencialista, se corrompe en la medida que extrema e hiperboliza los desencuentros del sentido (yo detesto la pintura de Dalí, por ejemplo, y amo los silencios sugerentes de Chirico o Duchamp). En tal sentido la fotografía del paseante silencioso y apacible del que hablamos nunca pecará de esa poca debida estridencia, de esa obviedad decepcionante, de esa falta de buenos modales estéticos. En escasas palabras: se trata de un gran concertista.
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