Por fin Kafka reposa en paz
Ciertos escritores tardan en encontrar la paz definitiva. Mueren, pero las tropelías de parientes o relacionados los mantienen en vilo, en una agonía sin fin. Son cadáveres que no encuentran sosiego, ni siquiera en el más allá.
Eso le pasó a Kafka, que murió el 3 de junio de 1924, en Austria, tras la complicación de una tuberculosis que lo cercó hasta quitarle el aliento. Noventa años después, ha podido bajar la guardia. Y -donde se encuentre finalmente-convertirse en un alma libre.
Un Tribunal del Distrito de Tel Aviv ratificó el domingo pasado un fallo de un tribunal inferior en 2012, favorable a la Biblioteca Nacional de Israel. Al desestimar el recurso de la contraparte, con duras aseveraciones sobre posible “conducta criminal”, la justicia clausura un proceso tedioso y extenso, que terminó por parecerse a los climas asfixiantes y desesperados que el escritor nacido en Praga convirtió en una marca indeleble del absurdo contemporáneo.
Por fin la literatura universal puede celebrar un triunfo contra la mezquindad y la codicia. La odisea de los textos de un escritor inseguro y atormentado por la figura despótica del padre encuentra un final feliz inesperado.
La justicia decidió que aquellos textos que Kafka escribió –y nunca se animó a publicar–, y que luego fueron rescatados por su albacea Max Brod, sean resguardados como patrimonio de la humanidad.
Para entender el drama de Kafka y de su legado, hay que referirse a una figura esencial y compleja: su albacea, poeta, ensayista, dramaturgo, crítico literario y periodista, Max Brod. Es el hombre que en la encrucijada de un destino insólito, recibe la obra de un amigo para que la destruya. Y traiciona ese testamento.
Brod huyó en 1939 de la muerte que los nazis imponían a su paso. Se refugió en el Mandato Británico de Palestina, donde fueron a parar todos los papeles que se encontraban en su poder.
Este intelectual se instaló en Tel Aviv y vivió, primero con su esposa Elsa Taussig (que luego falleció) y después con una secretaria y amiga personal, Esther Hoffe, hasta 1968, año de su muerte. Podría decirse que aquí comienza la segunda pesadilla de los papeles de Kafka.
Brod le pidió a Hoffe en su testamento que ordenara, protegiera y cediera la obra de Kafka a una institución respetada. Ella no le hizo caso. Vendió manuscritos y documentos por millones de dólares. Muchas de las piezas terminaron en el Archivo de Literatura Alemana, que se encuentra al sur de Alemania, en la ciudad de Marbach. El resto de los documentos se ocultaron en 10 cajas de seguridad, en bancos de Tel Aviv y Zúrich, así como detrás de los muros de la casa de la secretaria.
Cuando falleció Hoffe tenía 102 años: le legó los manuscritos y cartas a sus dos hijas. Ahí comenzó lo malo. En ese momento la Biblioteca Nacional, con respaldo del Gobierno de Israel, y las hermanas Hoffe, apoyadas por el Archivo de Literatura Alemana, iniciaron un litigio en el que la obra inmortal de Franz Kafka se convirtió en una presa codiciada.
Todo ha llegado a su fin. Los materiales que se salvaron del matadero en el que habían convertido su casa en Israel las hermanas Hoffe serán inventariados y puestos al servicio de estudiosos y público en general. Finalmente, Kafka le pertenece a todos y es posible que quienes hoy llaman a cualquier situación absurda como kafkiana puedan entender cuál es el origen que se esconde detrás de esas cinco letras.
Nadie puede confirmar hoy si ese era el desiderátum que esperaba el autor de La metamorfosis para una obra. Por lo menos el deseo de Max Brod ha sido restituido por una justicia que rara vez da en el blanco.
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