A Cora Páez de Topel Capriles

A Cora Páez de Topel Capriles
A Cora Páez de Topel Capriles, gran amiga de Aziz Muci-Mendoza, él le recordaba al compositor de mediana edad Gustav von Aschenbach, protagonista de la película franco-italiana "Muerte en Venecia" (título original: Morte a Venezia) realizada en 1971 y dirigida por Luchino Visconti. Adaptación de la novela corta del mismo nombre del escritor alemán Thomas Mann.Se trata de una disquisición estético-filosófica sobre la pérdida de la juventud y la vida, encarnadas en el personaje de Tadzio, y el final de una era representada en la figura del protagonista.

domingo, 27 de abril de 2014

Gabriel García Márquez: apuntes al margen para una despedida por Rafael Arráiz Lucca

Gabriel García Márquez: apuntes al margen para una despedida

Gabriel García Márquez | Héctor Guerrero
Gabriel García Márquez | Héctor Guerrero
“Fue un artista, un narrador, un creador, un constructor de universos, de personajes, un demiurgo que le dio vida a un mundo hasta entonces no verbalizado: Macondo”

He escrito cuatro breves reseñas sobre cuatro libros del aracatense. Una sobre sus Cuentos completos, otra sobre una joya universal del reportaje: Noticia de un secuestro (1996),otra sobre su único tomo de memorias: Vivir para contarla (2002) y la nota que titulé: “Una estupenda noveleta con un título desafortunado”, refiriéndome a Memoria de mis putas tristes (2004). Ahora lo despido con emoción y gratitud, ingente gratitud. No puede ser de otra manera: comencé a leer sus libros a finales de los años sesenta, siendo un adolescente, por sugerencia de mi madre, que los leía en vilo, como tomada por una emergencia feliz.
En el texto sobre sus Cuentos completos dije (y sigo creyéndolo así) que el primer libro donde se manifiesta su genio narrativo es Los funerales de la Mamá Grande (1962), muy superior a su primer conjunto de relatos Ojos de perro azul (1947). Naturalmente, entre uno y otro han pasado quince años de ejercicio periodístico diario, ha escrito centenares de crónicas y tres novelas: La hojarasca (1955) yEl coronel no tiene quien le escriba (1961) y La mala hora (1962). Ha hecho el tránsito típico de un muchacho de provincias colombiano: de su pueblo a la pluvialísima Bogotá. Ha abandonado los estudios de Derecho y se ha consagrado al periodismo. Mientras sueña con ser guionista de cine, su mayor ilusión, escribe crítica cinematográfica enEl Espectador. Publica en once entregas “Relato de un Náufrago” (1955), y luego se va a Europa como corresponsal del periódico bogotano, preservándose de una persecución política ad portas. Viaja por diversos países hasta que recala en París, “sin un maíz que asar”, y allí pasa 1956 y 1957, cuando se va a Londres a intentar aprender inglés, cosa que no logra. Entonces recibe la invitación de su entrañable Plinio Apuleyo Mendoza.
Un paréntesis caraqueño
Llegó a Caracas el 23 de diciembre de 1957 en un avión procedente de Londres, y en Maiquetía lo esperaban los hermanos Mendoza, Soledad y Plinio Apuleyo. Tenía 29 años, fumaba sin cesar, parecía un comerciante libanés, era dramáticamente flaco y no se había casado con Mercedes Barcha. Para entonces, había convencido Plinio a Carlos Ramírez Mac Gregor, editor de la revista Momento, de que el Gabo era el reportero que él necesitaba.
Se instaló el aracatense en el edificio Roraima, en San Bernardino, y no más pasó la navidad y el año nuevo, cuando Pérez Jiménez comenzó a tambalearse. Los 23 días que concluyen el 23 de enero, con el vuelo de “La vaca sagrada” desde La Carlota, García Márquez los pasó fumando y escribiendo reportajes. Mientras cumplía con sus obligaciones de reportero, redactaba los relatos que formarían Los funerales de la Mamá Grande (1962) en calzoncillos, para combatir el calor caraqueño, y no sabemos si entonces su proverbial superstición lo llevaba a acompañarse de flores amarillas, mientras fatigaba el teclado. Aquí escribió uno de sus mejores relatos: “La siesta del martes”, también “En este pueblo no hay ladrones”, “La prodigiosa tarde de Baltasar”, “La viuda de Montiel” y “Rosas artificiales”. El primero participó en el Concurso de Cuentos de El Nacional en 1958, pero el jurado integrado por Miguel Otero Silva, Juan Liscano y Juan Oropesa no lo advirtió, cuando tanto bien le habría hecho a las arcas famélicas de su autor.
La idea de escribir una novela sobre el dictador le sobrevino aquí, cuando después de la caída de Pérez Jiménez pasó meses leyendo todo lo que encontró sobre el engendro arquetipal del tirano. La vida marital la inició en Caracas, en el mismo reguero de papeles del apartamento de San Bernardino, al regresar después de cuatro días en Barranquilla, adonde fue a casarse con Mercedes. Luego trabajó con Miguel Ángel Capriles, en Venezuela Gráfica, y estando allí voló con Plinio a La Habana, en enero de 1959, para escribir un reportaje sobre lo que ocurría en aquella isla desconcertante, cuando Fidel Castro no era lo que terminó siendo.
Al mes siguiente a Plinio le ofrecen un trabajo en Bogotá, y puso una condición que le aceptaron: sólo iría si también al Gabo lo enganchaban en el proyecto. Así fue. En febrero de 1959 levantó vuelo el avión en el que iban los García Barcha rumbo a la capital de Colombia. Habían pasado catorce meses decisivos para Venezuela y para el narrador: del 27 de diciembre de 1957 a febrero de 1959. Luego la trashumancia de los García Barcha se manifiesta en estadías en La Habana (seis meses), Nueva York (otros seis meses), México (1961-1967), Barcelona (1967-1975) y a partir de 1975 se instalan en el barrio San Ángel Inn de ciudad de México, donde vivió 39 años el escritor, con temporadas en su casa de Cartagena, La Habana y Bogotá. Como vemos, a pesar de ser un costeño colombiano hasta los tuétanos, la mayor parte de su vida la pasó fuera de la geografía de su infancia y juventud. Pero esto ya se sabe: somos lo que los primeros años de nuestras vidas hacen de nuestra psique.
Escribir fuera de Colombia
Meses atrás, en mis años bogotanos, le pregunté a Plinio Apuleyo Mendoza: ¿por qué su amigo se fue de Colombia y no regresó a vivir aquí jamás? Porque si se queda aquí no escribe un carajo, respondió Plinio. Es cierto. Son tantos los requerimientos que tiene un escritor de su impronta en su país de origen, que la soledad y el silencio indispensables para la escritura se hacen aguas entre las manos. En cambio en México, donde el nacionalismo es más fuerte que una obsesión, cualquier extranjero jamás deja de serlo. En otras palabras: queda liberado, asido a su voluntad y su suerte; y estas dos últimas, sin la menor duda, fueron compañeras inseparables de García Márquez.
De acuerdo con las exhaustivas pesquisas de Dasso Saldívar, unos de sus biógrafos, Cien años de soledad comenzó a escribirla en México, en julio de 1965, a los 38 años, y la concluyó catorce meses después. Su día se dividía entonces en dos tandas de trabajo de escritura: de 8 y 30 de la mañana a 2 y 30 de la tarde; almorzaba con su mujer y sus hijos (Rodrigo y Gonzalo) que regresaban del colegio; dormía una breve siesta, salía a caminar por el barrio y regresaba a escribir de 5 a 8 y 30, hora en que se reunía con las parejas de amigos vecinos de la zona. Siempre entre ellos Álvaro Mutis y Carmen Miracle, Jomí García Ascot y María Luisa Elío, estos últimos catalanes a quienes está dedicada la novela. Cuando terminó la obra a mediados de 1966 debía seis meses de alquiler, había empeñado el carro y Mercedes sus joyas familiares, y ya los Mutis y los García se preguntaban hasta cuándo habría que “arrimarle la canoa” a los García Márquez. Después de aquel trance de escritura y pobreza ya la vida no hizo sino sonreírle al nieto de Tranquilina Iguarán Cotes de Márquez, fuente príncipe de todo su imaginario.
El relato del comienzo de su nueva vida de celebridad planetaria se lo escuché varias veces a Tomás Eloy Martínez en su exilio caraqueño (1976-1983). Decía Tomás que él estuvo presente la tarde de agosto de 1967 cuando García Márquez entró al Teatro Colón de Buenos Aires a un concierto y el público lo reconoció al caminar por la platea; todos los espectadores se levantaron de sus asientos a aplaudirlo durante minutos. Entonces se vio descender del techo la fama, como unas mariposas amarillas que celebraban un advenimiento. Cien años de soledad ya era un éxito asombroso de ventas en Argentina y comenzaba la leyenda de un hombre que conoció la inmortalidad en vida. Rara Avis.
La increíble historia de la Cándida Eréndira y su abuela desalmada(1972) y El otoño del patriarca (1975) son seguidos de Crónica de una muerte anunciada (1981) y en 1982, con la concesión del Premio Nobel de Literatura, cuando tiene 55 años, uno de los esfuerzos más tenaces de su vida será conseguir tiempo y espacio para escribir. El carácter se le agria un tanto: no puede pasear por ninguna parte sin que alguien le reconozca. Una pesadilla. Los compromisos de viajes son interpelantes, muchos de ellos tediosísimos, y cada vez se le hace más difícil hallar tiempo y psique para escribir. No obstante, lo logra a empellones y publica otra novela formidable El amor en los tiempos del cólera (1985); una biografía novelada que lamentablemente abona el mito bolivariano: El general en su laberinto(1989); Doce cuentos peregrinos (1992), donde están dos de sus mejores relatos: “El verano feliz de la señora Forbes” y “Un rastro de tu sangre en la nieve”; una novela menor: Del amor y otros demonios(1994) y el magistral reportaje Noticia de un secuestro (1996).
En los últimos veinte años de su vida entrega una noveleta (2004) lograda y sus memorias (2002), mencionados al principio de estas líneas en homenaje. Su precisa y fulgurante autobiografía trabaja sus primeros 27 años de vida. ¿Dejó escritos los tomos que abarcan su peripecia entera? Su viuda tiene la palabra. ¿Su legado literario? Uno de los grandísimos narradores de habla hispana de todos los tiempos. Imantó la prosa de lenguaje poético; elevó la cotidianidad de su infancia costeña colombiana al estrato de mito; hizo esplender en sus mejores páginas la imagen y la música, que son los dos pilares del lenguaje de la poesía. Singularizó enfáticamente la narrativa latinoamericana ante el mundo occidental y oriental.
Su talón de Aquiles no es literario sino político: le fascinaban los hombres de poder, incluidos los dictadores más despreciables. Nadie es perfecto. En su descargo hay que señalar que García Márquez no fue un intelectual, que su formación filosófica y política fue menor, y no se puede afirmar que fue un hombre de ideas. Fue un artista, un narrador, un creador, un constructor de universos, de personajes, un demiurgo que le dio vida a un mundo hasta entonces no verbalizado: Macondo. Además, sobran ejemplos históricos que señalan que un hombre con doble moral (los perseguidos de las dictaduras de derecha son mártires, los de la izquierda gusanos) o que padece de ceguera ideológica (la peor, Octavio Paz dixit), puede ser el autor de una obra maestra.

He escrito cuatro breves reseñas sobre cuatro libros del aracatense. Una sobre sus Cuentos completos, otra sobre una joya universal del reportaje: Noticia de un secuestro (1996),otra sobre su único tomo de memorias: Vivir para contarla (2002) y la nota que titulé: “Una estupenda noveleta con un título desafortunado”, refiriéndome a Memoria de mis putas tristes (2004). Ahora lo despido con emoción y gratitud, ingente gratitud. No puede ser de otra manera: comencé a leer sus libros a finales de los años sesenta, siendo un adolescente, por sugerencia de mi madre, que los leía en vilo, como tomada por una emergencia feliz.
En el texto sobre sus Cuentos completos dije (y sigo creyéndolo así) que el primer libro donde se manifiesta su genio narrativo es Los funerales de la Mamá Grande (1962), muy superior a su primer conjunto de relatos Ojos de perro azul (1947). Naturalmente, entre uno y otro han pasado quince años de ejercicio periodístico diario, ha escrito centenares de crónicas y tres novelas: La hojarasca (1955) yEl coronel no tiene quien le escriba (1961) y La mala hora (1962). Ha hecho el tránsito típico de un muchacho de provincias colombiano: de su pueblo a la pluvialísima Bogotá. Ha abandonado los estudios de Derecho y se ha consagrado al periodismo. Mientras sueña con ser guionista de cine, su mayor ilusión, escribe crítica cinematográfica enEl Espectador. Publica en once entregas “Relato de un Náufrago” (1955), y luego se va a Europa como corresponsal del periódico bogotano, preservándose de una persecución política ad portas. Viaja por diversos países hasta que recala en París, “sin un maíz que asar”, y allí pasa 1956 y 1957, cuando se va a Londres a intentar aprender inglés, cosa que no logra. Entonces recibe la invitación de su entrañable Plinio Apuleyo Mendoza.
Un paréntesis caraqueño
Llegó a Caracas el 23 de diciembre de 1957 en un avión procedente de Londres, y en Maiquetía lo esperaban los hermanos Mendoza, Soledad y Plinio Apuleyo. Tenía 29 años, fumaba sin cesar, parecía un comerciante libanés, era dramáticamente flaco y no se había casado con Mercedes Barcha. Para entonces, había convencido Plinio a Carlos Ramírez Mac Gregor, editor de la revista Momento, de que el Gabo era el reportero que él necesitaba.
Se instaló el aracatense en el edificio Roraima, en San Bernardino, y no más pasó la navidad y el año nuevo, cuando Pérez Jiménez comenzó a tambalearse. Los 23 días que concluyen el 23 de enero, con el vuelo de “La vaca sagrada” desde La Carlota, García Márquez los pasó fumando y escribiendo reportajes. Mientras cumplía con sus obligaciones de reportero, redactaba los relatos que formarían Los funerales de la Mamá Grande (1962) en calzoncillos, para combatir el calor caraqueño, y no sabemos si entonces su proverbial superstición lo llevaba a acompañarse de flores amarillas, mientras fatigaba el teclado. Aquí escribió uno de sus mejores relatos: “La siesta del martes”, también “En este pueblo no hay ladrones”, “La prodigiosa tarde de Baltasar”, “La viuda de Montiel” y “Rosas artificiales”. El primero participó en el Concurso de Cuentos de El Nacional en 1958, pero el jurado integrado por Miguel Otero Silva, Juan Liscano y Juan Oropesa no lo advirtió, cuando tanto bien le habría hecho a las arcas famélicas de su autor.
La idea de escribir una novela sobre el dictador le sobrevino aquí, cuando después de la caída de Pérez Jiménez pasó meses leyendo todo lo que encontró sobre el engendro arquetipal del tirano. La vida marital la inició en Caracas, en el mismo reguero de papeles del apartamento de San Bernardino, al regresar después de cuatro días en Barranquilla, adonde fue a casarse con Mercedes. Luego trabajó con Miguel Ángel Capriles, en Venezuela Gráfica, y estando allí voló con Plinio a La Habana, en enero de 1959, para escribir un reportaje sobre lo que ocurría en aquella isla desconcertante, cuando Fidel Castro no era lo que terminó siendo.
Al mes siguiente a Plinio le ofrecen un trabajo en Bogotá, y puso una condición que le aceptaron: sólo iría si también al Gabo lo enganchaban en el proyecto. Así fue. En febrero de 1959 levantó vuelo el avión en el que iban los García Barcha rumbo a la capital de Colombia. Habían pasado catorce meses decisivos para Venezuela y para el narrador: del 27 de diciembre de 1957 a febrero de 1959. Luego la trashumancia de los García Barcha se manifiesta en estadías en La Habana (seis meses), Nueva York (otros seis meses), México (1961-1967), Barcelona (1967-1975) y a partir de 1975 se instalan en el barrio San Ángel Inn de ciudad de México, donde vivió 39 años el escritor, con temporadas en su casa de Cartagena, La Habana y Bogotá. Como vemos, a pesar de ser un costeño colombiano hasta los tuétanos, la mayor parte de su vida la pasó fuera de la geografía de su infancia y juventud. Pero esto ya se sabe: somos lo que los primeros años de nuestras vidas hacen de nuestra psique.
Escribir fuera de Colombia
Meses atrás, en mis años bogotanos, le pregunté a Plinio Apuleyo Mendoza: ¿por qué su amigo se fue de Colombia y no regresó a vivir aquí jamás? Porque si se queda aquí no escribe un carajo, respondió Plinio. Es cierto. Son tantos los requerimientos que tiene un escritor de su impronta en su país de origen, que la soledad y el silencio indispensables para la escritura se hacen aguas entre las manos. En cambio en México, donde el nacionalismo es más fuerte que una obsesión, cualquier extranjero jamás deja de serlo. En otras palabras: queda liberado, asido a su voluntad y su suerte; y estas dos últimas, sin la menor duda, fueron compañeras inseparables de García Márquez.
De acuerdo con las exhaustivas pesquisas de Dasso Saldívar, unos de sus biógrafos, Cien años de soledad comenzó a escribirla en México, en julio de 1965, a los 38 años, y la concluyó catorce meses después. Su día se dividía entonces en dos tandas de trabajo de escritura: de 8 y 30 de la mañana a 2 y 30 de la tarde; almorzaba con su mujer y sus hijos (Rodrigo y Gonzalo) que regresaban del colegio; dormía una breve siesta, salía a caminar por el barrio y regresaba a escribir de 5 a 8 y 30, hora en que se reunía con las parejas de amigos vecinos de la zona. Siempre entre ellos Álvaro Mutis y Carmen Miracle, Jomí García Ascot y María Luisa Elío, estos últimos catalanes a quienes está dedicada la novela. Cuando terminó la obra a mediados de 1966 debía seis meses de alquiler, había empeñado el carro y Mercedes sus joyas familiares, y ya los Mutis y los García se preguntaban hasta cuándo habría que “arrimarle la canoa” a los García Márquez. Después de aquel trance de escritura y pobreza ya la vida no hizo sino sonreírle al nieto de Tranquilina Iguarán Cotes de Márquez, fuente príncipe de todo su imaginario.
El relato del comienzo de su nueva vida de celebridad planetaria se lo escuché varias veces a Tomás Eloy Martínez en su exilio caraqueño (1976-1983). Decía Tomás que él estuvo presente la tarde de agosto de 1967 cuando García Márquez entró al Teatro Colón de Buenos Aires a un concierto y el público lo reconoció al caminar por la platea; todos los espectadores se levantaron de sus asientos a aplaudirlo durante minutos. Entonces se vio descender del techo la fama, como unas mariposas amarillas que celebraban un advenimiento. Cien años de soledad ya era un éxito asombroso de ventas en Argentina y comenzaba la leyenda de un hombre que conoció la inmortalidad en vida. Rara Avis.
La increíble historia de la Cándida Eréndira y su abuela desalmada(1972) y El otoño del patriarca (1975) son seguidos de Crónica de una muerte anunciada (1981) y en 1982, con la concesión del Premio Nobel de Literatura, cuando tiene 55 años, uno de los esfuerzos más tenaces de su vida será conseguir tiempo y espacio para escribir. El carácter se le agria un tanto: no puede pasear por ninguna parte sin que alguien le reconozca. Una pesadilla. Los compromisos de viajes son interpelantes, muchos de ellos tediosísimos, y cada vez se le hace más difícil hallar tiempo y psique para escribir. No obstante, lo logra a empellones y publica otra novela formidable El amor en los tiempos del cólera (1985); una biografía novelada que lamentablemente abona el mito bolivariano: El general en su laberinto(1989); Doce cuentos peregrinos (1992), donde están dos de sus mejores relatos: “El verano feliz de la señora Forbes” y “Un rastro de tu sangre en la nieve”; una novela menor: Del amor y otros demonios(1994) y el magistral reportaje Noticia de un secuestro (1996).
En los últimos veinte años de su vida entrega una noveleta (2004) lograda y sus memorias (2002), mencionados al principio de estas líneas en homenaje. Su precisa y fulgurante autobiografía trabaja sus primeros 27 años de vida. ¿Dejó escritos los tomos que abarcan su peripecia entera? Su viuda tiene la palabra. ¿Su legado literario? Uno de los grandísimos narradores de habla hispana de todos los tiempos. Imantó la prosa de lenguaje poético; elevó la cotidianidad de su infancia costeña colombiana al estrato de mito; hizo esplender en sus mejores páginas la imagen y la música, que son los dos pilares del lenguaje de la poesía. Singularizó enfáticamente la narrativa latinoamericana ante el mundo occidental y oriental.
Su talón de Aquiles no es literario sino político: le fascinaban los hombres de poder, incluidos los dictadores más despreciables. Nadie es perfecto. En su descargo hay que señalar que García Márquez no fue un intelectual, que su formación filosófica y política fue menor, y no se puede afirmar que fue un hombre de ideas. Fue un artista, un narrador, un creador, un constructor de universos, de personajes, un demiurgo que le dio vida a un mundo hasta entonces no verbalizado: Macondo. Además, sobran ejemplos históricos que señalan que un hombre con doble moral (los perseguidos de las dictaduras de derecha son mártires, los de la izquierda gusanos) o que padece de ceguera ideológica (la peor, Octavio Paz dixit), puede ser el autor de una obra maestra.

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