No más juegos bajo la luna. Un adiós a Carlos Noguera (1943-2015)
Nació en Tinaquillo, Cojedes. Fue miembro del grupo literario “En Haa”, además de Director de la Revista Nacional de la Cultura y Presidente de Monte Ávila Editores Latinoamericana. A menudo se olvida que Carlos Noguera fue poeta y ensayista, además de narrador, autor de novelas fundamentales como “Historias de la calle Lincoln” (1971), “Inventando los días” (1979) y “Juegos bajo la luna” (1994), entre otras. En el año 1969 fue ganador del Concurso de Cuentos de El Nacional con “Altagracia y otras cosas”. En 1971 obtuvo el Premio Internacional de Novela Monte Ávila, con “Historias de la Calle Lincoln”. También fue finalista del Premio Rómulo Gallegos
La vergüenza, ese sentimiento que salvará a la humanidad
Andrei Tarkovski, Solaris
La noticia de la muerte de Carlos Noguera me consigue lejos de casa, en la que creo fue una de sus ciudades favoritas, la mítica Buenos Aires. He olvidado ya las minuciosas recomendaciones que en su momento me diera respecto a la ciudad, a sus rincones habituales, sus restaurantes y temporadas dilectas o sus numerosos amigos locales. No ocurre lo mismo con la imagen de Carlos saboreando el recuerdo como un marinero atraviesa la bruma, propenso como era al anecdotario sin fin, a los largos circunloquios y las más lentas explicaciones: retos nada amables para una mente ansiosa e impaciente como la mía, siempre a la espera de alguna grieta en el relato para escapar a la realidad más concreta. Así lo recuerdo en el taller de narrativa de Monte Ávila Editores en donde nos conocimos, allá en el inverosímilmente lejano 2006, pero también en las esporádicas conversaciones de cafetería, o en las reuniones de gerencia de la editorial, que fue su bastión y su refugio hasta las fechas recientes de su muerte.
Ahora que lo sé irremediablemente lejano, me aqueja una silenciosa vergüenza respecto a un hombre que confió en mi talento mucho más que yo mismo, y que tuvo siempre una palabra paciente para los que empezamos el camino de las letras con pretenciosa inseguridad. Muchos años consecutivos a cargo del taller literario que ya mencioné comprueban semejante vocación: Noguera fue un entusiasta absoluto de las nuevas generaciones, de allí su insistencia en el Concurso para Obras de Autores Inéditos de la misma Monte Ávila, gracias al cual muchos autores de distintas tendencias estéticas y políticas publicamos nuestro primer ejemplar. Pero no quiero convertir esta nota en la típica despedida alabanciosa. Desconfío de esos textos demasiado luminosos con el fallecido, quizás por esa misma regla que aconseja no hablar mal de quien no está presente para defenderse. Los éxitos y fracasos de la gestión de Carlos Noguera a cargo de Monte Ávila serán juzgados por la historia editorial del país –cuando la haya– así como los de su obra narrativa serán asunto de la crítica literaria –ídem– y, en última instancia, de sus lectores.
Solo voy a permitirme una breve afirmación al respecto: a Noguera, junto a otros pocos funcionarios públicos del sector, se debe la preservación de instituciones como Monte Ávila o Biblioteca Ayacucho de los planes de transformación radical –llamemos así a la absurda propuesta de fusión con la editorial El Perro y la Rana, impulsada en gestiones previas del Ministerio de Cultura– que pretendían volver a fundar los organismos culturales creados durante la llamada IV República. Esto no quiere decir que Noguera no fuera militante del chavismo o que bajo su dirección la línea editorial de Monte Ávila no se aproximase a los lineamientos que la burocracia revolucionaria impuso al libro y a la cultura durante la última década y media, pero es probable que estando otra persona de menor conciencia institucional en el cargo, la editorial sería hoy prácticamente irreconocible –dirán algunos que ya lo es–, cuando no un mero recuerdo. Muchos, en todo caso, no habríamos hecho parte de su catálogo y menos aún con nuestras obras debutantes. En la adhesión al ideario chavista que tanto se reprochó a Monte Ávila, al punto de que los opositores más radicales retiraron a la empresa sus derechos de autor, es posible también vislumbrar un claro gesto de supervivencia: sus opciones eran o bien adaptarse, o morir.
Si bien Carlos fue generoso en sus consejos y orientaciones, casi siempre nos encontramos en el más franco y afectuoso desacuerdo. Mientras él se empeñaba en un modelo de novela total, como las obras polifónicas y voluminosas del “Boom”, yo insistía en modelos narrativos mucho menos dependientes de la anécdota. Él predicaba el constante ejercicio de la escritura, a una misma hora todos los días –en su caso era el despuntar del día–, con la rigurosidad casi yogui de quien se hace un hábito; yo me refugio aún en el cómodo romanticismo de escribir cuando se quiere. Él se henchía rememorando su recorrido en la izquierda venezolana, mientras yo me afianzaba en las contradicciones propias de un inconforme político. Él se burlaba amablemente de mis experimentos de microcuentista y yo bostezaba con discreción oyendo las tramas de sus novelas de intriga. Y aunque sin importar lo necio de mis comentarios, Carlos siempre ofreció paciencia y disposición, estando con él me embargaba la sensación de rebotar una pelota contra la pared. Lo paradójico es que no existe un mejor método que la diferencia para conocerse a uno mismo.
Nuestro juego de opuestos jamás le impidió a Carlos contar conmigo, ni a mí contar con su inquebrantable fe en mi persona. No solo en el ámbito literario, cuando presentó mi primer volumen de relatos en 2009 en una librería abiertamente opositora, llevando orgulloso su acostumbrada boina azul ucevista, sino también en el laboral. A petición suya formé parte del equipo del II Encuentro Internacional de Narradores en Venezuela y conduje después la Gerencia de Promoción de Monte Ávila. Todo ello a sabiendas de no ser yo una figura apreciada en la dinámica palaciega del Ministerio, situación que ha cambiado muy poco en días recientes. Incluso, en un gesto sin precedentes y que a pocos pasó inadvertido, me pidió hacia finales de 2012 que lo sustituyera a cargo de su legendario taller de narrativa, cuando la enfermedad empezaba a sacarle algunas piezas de ventaja.
Yo, en cambio, jamás lo leí más allá de sus Historias de la calle Lincoln, no sé si por desinterés o más bien por temor a interrumpir nuestra partida de ping-pong, sumándome a los admiradores de sus célebres Juegos bajo la luna. Igual eso tiene inmediato remedio. Tampoco he intentado emular su método diario de escritura, ni su empeño ciego en la novela total, ni sus posiciones políticas ni profesionales. Carlos y yo nos despedimos entre silencios, cada uno en una orilla irreconciliable que la muerte acrecienta hoy día al extremo. No me arrepiento de haber sido firme en mis convicciones a pesar de nuestro alejamiento; ni lo hago de cara a su dolorosa partida. Quiero creer que él no esperaría otra cosa de mí, que siempre le dije a la cara lo que pensaba. Tan solo lamento que el tiempo se nos haya acabado, sin habernos tendido algún puente futuro, sin siquiera un apretón de manos de despedida. En eso, sin darnos cuenta, fuimos quizá una metáfora del país, uno que empieza también a quedarse sin tiempo. Por eso su muerte, recordatorio de lo irremediable de la existencia, me lleva a escribir esta nota, para decirle este adiós que no pude y romper el silencio que ambos, de alguna manera, nos teníamos bastante bien merecido.
Buenos Aires, febrero de 2015
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