Juan Lovera, por sí mismo
Decía Ernst H. Gombrich que era sobre los artistas y sus decisiones que los historiadores del arte debíamos colocar el acento. Después de todo, sus obras no eran sino el resultado de esas decisiones. El pintor caraqueño Juan Lovera, creemos, es una excelente prueba a favor de este planteamiento. Su vida artística y su vida ciudadana así parecen demostrarlo. No son abundantes, no obstante, los datos con los que podemos contar para reconstruir sus acciones y decisiones, pero sí podemos contar con algunos elementos que lo esbozan como un individuo consciente de su lugar y de sus posibilidades en las distintas etapas de su vida.
Una vida singular
Nacido en 1776 y muerto en 1841, la vida de Lovera se plantea en momentos de cambios de todo tipo en la cultura de la Provincia de Caracas que finalizaba el siglo XVIII con la promesa de creciente prosperidad que el comercio de rubros como el cacao proyectaba. Verá Lovera el final de su vida en el camino incierto de una república que camina tambaleándose en sus primeros pasos. Fue un sólido artista colonial y un destacado artista republicano, pero también fue un ciudadano comprometido y esto no siempre le es reconocido.
Juan Lovera poco dejó escrito para la posteridad. La primera etapa de su vida y de su desempeño como pintor en la Caracas colonial está absolutamente a oscuras en cuanto a declaraciones del propio pintor. No hay apuntes reflexivos sobre su ejercicio como maestro de la pintura. Lo que nos ha quedado son los datos que los archivos (eclesiásticos fundamentalmente) han preservado acerca de los trabajos que realizó y que Carlos F. Duarte ha aglutinado y ordenado con detalle.
Al menos hasta los sucesos entre los años 1810 y 1812, Lovera fue un artista apegado al modelo colonial. Su oficio de pintor, el modo como lo aprendió y lo ejerció, no distaba de la norma para estos casos. La dinámica caraqueña de los talleres de pintores de algún renombre hasta conseguir la suficiente destreza en el oficio para independizarse sería la que el joven Lovera siguió.
Pero la historiografía tradicional del arte venezolano nos dice que Lovera presenció los sucesos fundacionales de la república y que su cualidad de testigo de excepción le llevó a reproducir con fidelidad las escenas de cada uno de los sucesos iniciáticos de la patria acontecidos el 19 de abril de 1810 y el 5 de julio de 1811. Nos dice también que fue alabado por Francisco Isnardi en la edición del mes de enero de 1811 de El Mercurio Venezolano haciéndole merecedor de “todos los títulos” así como de “la protección benéfica de nuestra actual transformación”.
Como muchos caraqueños, emigra con su familia a Oriente en 1814. Pero Lovera vuelve. Se sabe que para 1820 está pintando de nuevo en Caracas y Andres Level de Goda le incluye en la célebre Oración en defensa de los pardos; al año siguiente ya realizaba algunas labores docentes, en conjunto con Felipe Limardo y Lino Gallardo, en una pequeña institución educativa destinada a niños pobres y pardos de la ciudad.
Ciudadano ejemplar
Pero la noticia más relevante de su reciente vuelta a Caracas está fechada en 1821. El general Carlos Soublette, para el momento intendente del Departamento de Venezuela (en la recién creada República de Colombia), nombrará a Juan Lovera, corregidor de Caracas. Nuestro pintor se mostrará reticente a aceptar el cargo, debido a las depauperadas condiciones de vida que le permite entonces su oficio de pintor y a una débil salud. La insistencia de Soublette para que Lovera tome el cargo no puede sino dibujarnos a un hombre, un pintor, que hasta hace poco tiempo era degradado socialmente por su condición de pardo, es a la vuelta de unos años escogido para ocupar un cargo público por el propio vicepresidente del Departamento de Venezuela. Esto, sin más, debe conducirnos a un Juan Lovera de notable reputación en la ciudad. No se trata de una selección hecha por un miembro del Ayuntamiento, es decir, una autoridad local, sino de la cabeza política más importante de esa región de la República de Colombia.
Así pues, Lovera era entonces un hombre de estimada reputación en Caracas y la nueva república le retribuía con justicia. En 1823, Juan de Escalona, electo como representante al Congreso para el período que se iniciaría en 1824, sería nombrado intendente del Departamento de Venezuela, por lo que no se incorporaría a sus funciones parlamentarias en Bogotá. De este modo, Lovera debe asumir la responsabilidad de representar a la Provincia de Caracas en el Congreso de Colombia, pues fue el segundo más votado en la mencionada elección. Lamentablemente, por razones que los registros históricos no aclaran completamente, Lovera no pudo incorporarse al Congreso en Bogotá.
Su actividad ciudadana, sin embargo, no se detendrá y se le hallará trabajando muy cercano al Ayuntamiento de Caracas, instancia que le concede, entre otras, la responsabilidad de ejercer las funciones derivadas de un cargo como el de juez de hecho en asuntos delicados como el de la libertad de imprenta, por ejemplo. La década de 1820 la concluirá activándose cada vez más como el retratista preferido de la elite política de la ciudad; retomando, cuando puede, sus labores docentes y colaborando con el embellecimiento de plazas y edificios en la celebración de las efemérides. Para 1830, Juan no era “pardo”, era simple y llanamente un ciudadano de oficio conocido, estimado y moralmente probo.
El artista y la historia fundacional
El tumulto del 19 de abril de 1810. Juan Lovera, 1835
El año de 1835 es primordial para la carrera de Juan Lovera como pintor y para su trayectoria ciudadana en tiempos republicanos. Es este el año en el que nuestro pintor obsequia a la Honorable Diputación Provincial de Caracas una de sus más significativas obras, la pintura que representa El tumulto del 19 de abril de 1810. No hay rastro alguno que explique tan extraordinario presente a una institución oficial. No existe prueba alguna que indique que se ha tratado de un encargo que le hiciera este cuerpo provincial, tal y como antes el Ayuntamiento había encargado a nuestro pintor ciertas actividades y funciones. Únicamente está el cuadro, colgado hoy solemnemente en la Capilla Santa Rosa, en la sede del Concejo Municipal de Caracas.
Pero, ¿por qué Juan Lovera realiza, dedica y obsequia esta obra singular a la Diputación Provincial de Caracas? De él, lamentablemente, no tenemos ninguna información. Sin embargo, sí contamos con la documentación producida por las sesiones de la Diputación en las cuales el cuadro obsequiado por Lovera fue tema tratado. La Comisión de Ornato de la Diputación Provincial de Caracas se expresa de la obra obsequiada por Lovera como “un monumento histórico y artístico que consigna a la posteridad”, cuya calidad lleva a concluir que deben realizarse esfuerzos destinados “al fomento de un taller logre al país mayores ventajas y sirva de estímulo a sus profesores”.
Para 1835 no existían precedentes en la historia del arte en Venezuela de una pintura que buscase recrear un acontecimiento histórico de este modo. Más allá de las escenas bélicas tomadas de la Guerra de Independencia que Pedro Castillo pintara para el general Paéz en su casa de Valencia, no hay referencias anteriores a obras de carácter histórico como la que Juan Lovera ha creado con El tumulto del 19 de abril de 1810 y que espontáneamente ha dado como presente a la Diputación Provincial de Caracas. Pero en la aurora del año 1838, Juan Lovera sí dirigirá al Congreso de la República una carta en ocasión de un nuevo obsequio que esta vez realiza al honorable cuerpo legislativo. Se trata de la obra Firma del Acta de la Independencia el 5 de julio de 1811, obra capital en el inventario de sus logros artísticos.
Engalanada con hermosa caligrafía, la carta de marras expone que justo ese día de julio de 1811, brillaron como nunca “las luces, la previsión y las virtudes cívicas”; que recuperar la libertad y restaurar “los sagrados e imprescriptibles derechos políticos” habrían sido los principales objetivos de tal acto cívico, fundador de república, y él, como orgulloso caraqueño, nacido en la “cuna de la libertad del nuevo mundo”, así lo declara. Clama nuestro pintor, en esa misma carta, por indulgencia ante sus carencias artísticas que le han hecho cuesta arriba la elaboración de la pieza que en ese momento obsequia y lo hace a cuenta de la “nobleza y magnitud” de sus pensamientos. Esa declaración de Independencia que él ha inmortalizado en la pequeña vista de la Capilla Santa Rosa, repleta de insignes prohombres, todos fundadores de la primera idea de república que anidó en Venezuela, debe ser, en palabras de Lovera, “tan duradera como los siglos”. Este acto, de acuerdo con la visión de Lovera, “forma el depósito de la dicha de los pueblos y provincias que representan ambas cámaras”.
No se abroga Lovera originalidad alguna en sus deseos y los plantea como los “de todo venezolano”, pero sí expresa que estos deseos son también “los del ciudadano que con todo respeto os hace esta pequeña demostración de su civismo”. Parece quedar poco espacio a la duda en torno a la sólida convicción ciudadana de Juan Lovera. Explícitamente así lo expone en una bella redacción al Congreso de la República, instancia que encarna la cualidad representativa y la reserva de toda virtud en tiempos turbulentos.
Lovera parece concebir los orígenes republicanos de Venezuela con una claridad en torno a los principios que le fundaron que asombra y complace. No podríamos asegurar que nuestro pintor comprendiera en profundidad lo que sería un derecho político imprescriptible, ni siquiera podríamos afirmar qué concibe como virtudes cívicas. Sin embargo, esgrime estos y otros elementos como argumentos naturales y básicos en toda defensa del valor de la república. Adicionalmente, su siempre activa participación en los asuntos de servicio público e incluso su constante participación en procesos electorales como candidato, darían cuenta de un individuo convencido de sus deberes y derechos ciudadanos. Así pues, lo que Lovera expone en su carta, no es una postura conveniente para congraciarse con el máximo cuerpo legislativo, sino una reiteración de sus convicciones manifiestas en la cotidianidad de su ejercicio ciudadano durante años.
El mejor gesto republicano
En momentos en los cuales la república solicitó de sus miembros lealtad al ideal político fundacional, Juan Lovera tomó sus pinceles y realizó una declaración de principios republicanos con sus dos obras capitales, El tumulto del 19 de abril de 1810 y La firma del Acta de la Independencia el 5 de julio de 1811. Nuestros historiadores se han empeñado en mirar en este pintor un estilo artístico, en catalogarlo y ordenarlo límpidamente en los anales de la historia del arte venezolano. Pero ¿sigue teniendo sentido esto?
Aunque pudiera parecer una discusión bizantina, en la cual no entraremos, consideramos que referirse a la obra de Juan Lovera empleando etiquetas tomadas de otros contextos a los cuales este artista estuvo completamente ajeno, es un error. Como un error es también procurar una identidad estilística para este pintor caraqueño obligando a sus obras a lucir “académicas”, “neoclásicas” o “arclásicas”, como las calificaría Francisco Da Antonio.
Lovera tiene el mérito de ser un artista hecho por sí mismo, enfrentando circunstancias altamente cambiantes, no sólo plásticamente hablando, sino también y sobre todo, social y políticamente. Las mudanzas en su contexto (institucionales, religiosas, sociales, económicas) han debido afectarle en el modo de asumirse como artista y, en consecuencia, como proveedor de soluciones a problemas artísticos. Es tiempo de que se reconozca su aporte y se haga referencia a él con justicia en los anales de la historia del arte venezolano. Es tiempo de que coloquemos el acento en los valores de los ciudadanos, no importa si pintores, abogados, ingenieros u obreros, porque el país que hemos construido es el resultado de sus decisiones, de la misma manera que la obra de Lovera es el resultado de su decisión como artista.
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