A Cora Páez de Topel Capriles

A Cora Páez de Topel Capriles
A Cora Páez de Topel Capriles, gran amiga de Aziz Muci-Mendoza, él le recordaba al compositor de mediana edad Gustav von Aschenbach, protagonista de la película franco-italiana "Muerte en Venecia" (título original: Morte a Venezia) realizada en 1971 y dirigida por Luchino Visconti. Adaptación de la novela corta del mismo nombre del escritor alemán Thomas Mann.Se trata de una disquisición estético-filosófica sobre la pérdida de la juventud y la vida, encarnadas en el personaje de Tadzio, y el final de una era representada en la figura del protagonista.

martes, 4 de agosto de 2015

‘Los círculos concéntricos’ de Carlos Patiño, ganador del 70mo Concurso de Cuentos de El Nacional Por Material cedido a Prodavinci | 3 de agosto, 2015

A continuación compartimos con los lectores de Prodavinci el cuento Los círculos concéntricos, 

ganador de la 70ma edición del Concurso de Cuentos de El Nacional, que fue gentilmente cedido por el autor.

Los círculos concéntricos; por Carlos Patiño
Yo sentí el horror de los espejos
No sólo ante el cristal impenetrable
Donde acaba y empieza, inhabitable,
Un imposible espacio de reflejos.
(Los espejos, Jorge Luis Borges)
Si así fue, así pudo ser; si así fuera, así podría ser; pero como no es, no es.
(Lewis Carroll, autor de A Través del Espejo)
En la última página del San Cono de mi abuela hallé el extracto del Libro de los Muertos. Era la hoja arrancada de una versión latina de 1607, transcrita al español y oculta por años en la biblioteca del poeta Cruz Salmerón Acosta. Aquél fragmento del capítulo treinta y cinco denominado Oculus, era, al mismo tiempo, la puerta de acceso al Más Allá y el secreto para ganar a la lotería.
Había regresado a la península de Araya por la venta y demolición de la casa. Como abogado, me correspondía poner todo en orden y dar a cada uno lo suyo (véase Ulpiano). La muerte de Munda, nuestra mater familiae, trastocó el frágil equilibrio del universo Menard.
En vida, superó la pobreza apostando a la lotería. Mi ludopatía nació admirando su prodigio. Mujer del hijo bastardo del hermano del poeta, debió bregar sola mientras el hombre se reproducía en cientos de hijos ilegítimos[1]. Del marido ausente heredó los espejos circulares y la página suelta del Necronomicón.
Recuerdo que de niño me enviaba a las casas de apuestas a jugar terminales y triples, combinaciones numéricas y zoológicas, y a cobrarle las ganancias al día siguiente. Al verificar los documentos y bienes por motivo de la herencia, supe que ganó más de un millón de dólares en casas de juego de todo el país. Sólo el cáncer la detuvo.
Crecí intentando descifrar sus secretos. Ya en la universidad, las apuestas consumían la mesada que me enviaban mis padres y debía, como todos, recurrir a ella por un “préstamo”. Fui estudiante de derecho, pero también astrólogo, tarotista, estadístico y filósofo autodidacta (quise encontrar la verdad como en el Hayy ibn Yaqdhan de Ibn Tufail). Endeudado por la compra masiva de billetes, inventé nuevas fórmulas aritméticas y sistematicé todas las combinaciones factibles que doblegaran al azar.
En mi primer año de graduado, en vez de patear tribunales, levanté una estadística de los números ganadores de la lotería nacional para no jugarlos, por simple lógica de probabilidades de que no repetirían. Descarté ese razonamiento de inmediato porque mi estudio demostró la existencia de combinaciones recurrentes; un fantasma en la máquina. Los patrones de las series premiadas favorecían mayoritariamente a dos números impares y a uno par intercalado. Así, pude dar con los tres números más sorteados de los últimos veinticuatro meses y armar mi triple ganador: el 325. Me propuse jugar ese mismo número durante los siguientes trecientos veinticinco días con la certeza de mi éxito. Terminé en la ruina.
Era imposible que a mi abuela se le revelaran los números en sueños, efemérides, caricaturas del periódico o en la superstición de que un vendedor determinado empavara su racha. Jamás di con su método (véase Descartes). No hasta después de velarla entre los rezos católicos y los cánticos budistas que irremediablemente separan a los Menard.
Vender su casa fue algo en lo que nunca estuve de acuerdo; sin embargo, la mayoría se impuso y debí regresar al pueblo a recoger los últimos enseres antes de que fuera demolida para convertirse en un pintoresco supermercado de pueblo.
Tomé un vuelo a Cumaná y desde allí me trasladé en bote, atravesando el golfo hasta la costa donde fueron esparcidas sus cenizas. Desde la embarcación pude respirar la cálida brisa, mientras surcaba las aguas negroazuladas que bordean colinas fracturadas como restos fósiles. Divisé el castillo en ruinas, el desierto amarillo hendido de cicatrices, las rosadas lagunas con súbitas montañas de sal.
Arribé al siempre concurrido muelle. Saludé a algún conocido y eché a andar bajo el sol de mediodía. En el agreste camino divisé viviendas precarias con ojos curiosos tras las puertas, niños sin camisa exhibiendo miseria, botellas de cerveza vacías como rastros del quehacer cotidiano, y siete chivos bebiendo agua en pozos estancados.
La casa Menard estaba apartada, a pocos metros de la playa. Su sombra rectangular se proyectaba en el muro amarillo que la cercaba. Al llegar, abrí la oxidada verja y me sostuve de una palmera del patio, exhausto y fundido por el calor. Mi lengua humedecía el salitre reseco en mis labios.
Solté mi bolso dejándolo caer al piso de cemento y me quedé viendo el cielo sin nubes, retrasando la oscuridad que profanaría al penetrar su puerta roída y sus paredes desconchadas de color indescifrable.
Mi abuela tenía un apartamento en Caracas y otro en Cumaná, así que era poco lo que podía rescatarse. Mis tíos se habían llevado o regalado el mobiliario y sólo quedaban utensilios rotos y un portarretrato con su foto que alguien olvidó. Habían cortado la luz y el agua, por lo que debía devolverme en el último bote de la tarde. Pero no fue así.
Revisé la sala y la cocina, corrí cortinas e inhale el polvo de los dos cuartos principales, dejando de último el que estaba al final del corredor. Ese que era casi un depósito.
Hallé ropa vieja, colchones destajados, objetos inservibles y una docena de cajas mohosas. Descubrí tras un escaparate de madera carcomida, ocultos bajo una sábana, dos espejos redondos idénticos. Junto a estos había una caja casi vacía que sobre el cartón tenía escrito en marcador negro “libros del tío Cruz Salmerón”. Allí estaba el San Cono, libro de los sueños de Munda, y dentro de él, el manuscrito del conjuro.
Ella comentó una vez que esos espejos pertenecían a la casita de retiro del bardo en la cual se ocultó quince años mientras lo consumía la lepra; en la época en que el pueblo era apenas una aldea de pescadores subyugada por la dictadura del general Gómez (Véase La casa de agua). El poeta del martirio sostenía la pluma con su mano descarnada mientras miraba su deforme y lacerado reflejo multiplicarse en ambas paredes.
En una noche solitaria cualquiera, al mirar con amargura su facies leonina, hubo de pasar al otro lado. ¿Cómo si no explicar el hecho sobrenatural de su famosa predicción, vaticinando que a partir del día y hora de su muerte llovería por semanas luego de un año de sequía que estaba matando a los pobladores?
Luego supe que los espejos enmarcados en oro y con el talle de un ojo como único ornamento, llegaron con los soldados españoles que ocuparon el castillo de la Real Fortaleza de Santiago de Araya en 1626 para defender las valiosas salinas de incursiones holandesas; se cree que traídos por el conquistador catalán Joan Orpí i del Pou. No es de extrañar que al pasar los años fueran adquiridos por la familia del escritor, una de las más ricas de la península.
Y por algún giro impredecible, la humilde Munda Menard, sufrida mujer del sobrino natural de Cruz Salmerón Acosta, encontró las instrucciones para hacer funcionar los arcanos.
Tomé el San Cono y retiré la hoja suelta del libro de los muertos. El ritual del Oculus extraído delNecronomicón y que permite pasar de dimensión para dominar las claves de la clarividencia, estaba escrito con sangre humana. Confirmé que tal como asegura Borges, todos los libros existen.[2]
Organicé el rito antes de la caída del sol. Saqué los cachivaches del cuarto mientras el eco de mi tos alérgica rebotaba en las paredes. Para la medianoche, sólo la tenue luz de un velón blanco alumbraba la habitación proyectando móviles sombras. Ubiqué los espejos circulares uno frente al otro, contrapuestos con un espacio suficiente para ponerme en el medio y mirar el reflejo de mi imagen que se distorsionaba en secuencias infinitas. Sentado desnudo entre los dos espejos, yo era el centro de los círculos concéntricos. El reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo del reflejo de mi reflejo.
Eran los círculos del infierno (véase Dante). Fijé la mirada por varios minutos. Mi rostro fragmentado recordaba el de un demonio. Luego desaparecieron las formas, y el inesperado apagón de la vela me dejó huérfano en la oscuridad más fría que pueda soportar un ser humano. Cuando mis ojos distinguieron las sombras, ya me encontraba al otro lado del espejo.
El otro lado es un laberinto. La niebla limitó mi visión y hube de guiarme por el susurro de los Antiguos, avanzando con la piel hecha jirones y calada por el frío. Era elemental que en mi condición de zurdo debía girar siempre a la izquierda para no perderme en sus bifurcaciones infinitas. Tanteaba lo que creí eran paredes rocosas hasta caer en cuenta del tacto poroso de estructura ósea. El laberinto era una pila milenaria de huesos soldados entre sí. Recorrí sus senderos curvos, dando vueltas y vueltas con el vigor de un anciano al que le pesa el cuerpo, hasta llegar a su centro. Allí, en ese medio perfecto, me esperaba sentada en una mecedora. Conservaba su mirada penetrante y luminosa como lunas incrustadas en su tez morena. Fumaba la colilla de un cigarro invertido apretando los labios semiocultos que sostenían el fuego dentro de su boca. Expulsó el humo por la nariz en una espiral de hilillos fugaces. Me señaló con sus dedos torcidos por la artritis.
—Al fin.
—Te vi morir abuela.
—¿Qué es una familia sin un dolor?
—Dime ¿Cómo puedo ganar?
—¿Qué es una familia sin un secreto?
—¡Dímelo!
—Tus métodos son necios. Tienes que creer. Rézale a San Cono conmigo: Speculum, speculum, San Cono de Teggiano, santo de temprana muerte y devoción ardiente, haz que los misteriosos hilos del azar se tejan para mí. Amén.
—Sabía que tus números no podían provenir de sueños.
—¿Y cómo sabes que no estás soñando? ¿Acaso no te dormiste frente al espejo? Cuando vuelvas, verás el triple ganador entre las noticias del periódico, en la disposición de los vegetales en tu comida, en una hilera de dientes y hasta en la mierda del perro callejero que ronda la plaza. ¿Verdad que sí, Cruz María?
Oí su voz o el eco de su extinta voz que respondía:
—Yo fui Quijote por algunos años.
Cuando volví en mí, ya había amanecido. Cubrí los espejos, guardé el San Cono y el manuscrito en el bolso, y corrí hasta el muelle. El número del ticket para abordar la embarcación era el 325, el mismo de mi perdición temprana. Debía actuar con rapidez, jugar ese número, cobrar el dinero y detener la venta de la casa. Esa noche desbanqué todas las agencias de apuestas. Era rico.
Entonces me sobrevino el terror de perder los espejos. Urgía resguardarlos en caso de no poder impedir la transacción. Aunque en realidad lo que tenía era necesidad de entrar de nuevo; sentir la inexplicable gracia del limbo. Y en medio del sorpresivo pánico, comencé a toser. Tosí y tosí sintiendo el desgarro interno de mis órganos. Me ahogué en mi flema y las arcadas culminaron en un vómito sanguinolento. Era el precio de lo profano.
Mi abuela nunca imaginó que el resto del libro advertía sobre el uso irresponsable de las fórmulas y sortilegios. Yo lo deduje. De ahí que el cáncer la fuera minando prematuramente. En el caso del poeta comprendí que la enfermedad no lo llevó a conocer el portal sino que primero descubrió el conjuro y de ahí devino su lepra. Almas penitentes atrapadas en el espejo. Y ahora mi tuberculosis. Era la muerte cíclica, la condena por descubrir lo que está vedado a los hombres.
Esta vez no regresé a Araya como un pasajero más sino que renté una lancha privada para llevarme de noche los espejos dimensionales. Pero sentí el llamado. Debía traspasar el umbral antes de irme. Entré de incógnito a la casa e improvisé una nueva expedición al laberinto. Y esta vez me perdí adentro.
Rodé y rodé por escaleras circulares infestadas de serpientes ovilladas. Frené frente a la puerta negra tras la cual se halla el mar bajo el castillo que oculta la ciudad de R´Lieh donde mora el dios primigenio Cthulu (véase Lovecraft). Escuché el hambriento succionar de ventosas cuya baba goteaba por sus tentáculos y gelatinosas alas. Me alejé del monstruo y su hedor a limo hasta desfallecer en medio de una nevada. Pasaron horas. Alcé la vista desde el suelo osificado y miré a través del laberinto; tenía al frente una pared acuosa que daba al otro lado del espejo desde la visión de otro espejo.
Pude ver la casa desde afuera y una máquina retroexcavadora (véase Caterpillar), dispuesta a demolerla conmigo adentro. Me arrastré impulsado por el miedo y los espasmos de la tos. Divisé la primera embestida de la máquina contra la pared del patio. El estruendo y el temblor reverberaron amplificados en el infierno frío del laberinto.
Las terribles y milenarias voces de los muertos se encimaron como un pesado lastre que me impedía escapar. El siguiente impacto hizo desplomarse el muro y darle paso a la pala demoledora. Una grieta zigzagueó por la pared de espejo filtrando haces de luz que entibiaron mi hipotérmico cuerpo. Ahora el ruido era el de millones de insectos que aguijoneaban mis oídos. Otro muro cayó y el cristal estalló de repente haciendo volar ráfagas de mortales astillas. Atravesé el umbral de los espejos rotos pero aún me encontraba en la sísmica casa que sobre mí caía en pedazos.
Casi oculta por los escombros vi la página suelta bajo el retrato de Munda. Me lancé sobre ambos, apretándolos contra mi asmático pecho. Desnudo, corrí al exterior con mi último y desesperado aliento, ahora apuñaleado por el calor y las heridas de mis pies sangrantes. Vi la garra de hierro acercarse destrozando todo a su paso como un tanque de guerra; arrancando puertas, ventanas y recuerdos. De las losas partidas del piso comenzaron a brotar chorros de agua salada que rápidamente cubrieron mis ardidas piernas hasta las rodillas. La tormenta de polvo y humedad me escoltó hasta la salida, mientras a mi espalda, un remolino se tragaba los restos de la casa.
***
[1] Por eso los Menard, estirpe de madres solteras y varones sátiros, llevamos el apellido materno (y también porque era una época de radionovelas y melodramas).
[2] Eso no fue lo que literalmente expresó Borges pero así lo recordé en ese momento. Él afirmó que basta que un libro sea posible para que exista (véase La biblioteca de Babel). Por lo que el resultado es el mismo, el Necronomicón existe, todos saben que fue escrito por Alhazread y revelado por H.P. Lovecraft. Incluso inicia su relato Tlön, Uqbar, Orbis Tertius con la frase: Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar. Más aún, es probable que Borges haga referencia a Lovecraft en su obra, pero mi edición de Ficciones tiene 2 páginas arrancadas.

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