Serie “Nuevo país de las letras”. Banesco. Mario Morenza:
“La literatura es el alma codificada de un país”. Texto: Sergio Moreno González
/ Fotos: Ángela Bonadies
Mario Morenza
Por SERGIO MORENO GONZÁLEZ
17 DE JULIO DE 2017 02:00 AM
Su narrativa de fuerte acento urbano tiene como punto de
partida el Bloque 4 de Coche, donde se crió. Allí descubrió la literatura a muy
temprana edad, cuando se encerró por cuatro horas en el baño y leyó Los hombres
más malos del mundo, de Otrova Gomas. Desde ese momento no ha parado de devorar
libros e historias. Para ser un buen escritor, hay que leer sin freno.
El soundtrack de su vida decora las paredes
de la casa: Héctor Lavoe, Queen, Dire Straits, Genesis, Gualberto Ibarreto, The
Police y Elton John. Todos cuelgan como cuadros sobre los muebles de la sala.
Los discos de vinil semejan adornos musicales; también las decenas de casetes,
esparcidos por todo el apartamento. Los aparatos para hacerlos sonar ya no
sirven. Dejaron de funcionar hace algún tiempo, pero recuerdan cómo se
escuchaba el mundo antes, cómo se sentía. Para Mario Morenza la memoria es una
herramienta imprescindible en su trabajo. Escribe para no olvidar.
“La narrativa, de algún modo, cuenta lo que ya ocurrió. El
escritor cumple la función del cronista que observa la realidad y narra las
experiencias que bullen de esas voces. En el pasado encontramos una cantera de
emociones, de sentimientos. La literatura se arma, se construye, se nutre de
los recuerdos. Los traduces por aquellos que no tienen la necesidad de contar
historias. Cuando algo te impacta, te conmueve, vas y lo escribes, incluso
inconscientemente”.
Bloque 4
Los volúmenes de su biblioteca pueden llegar a dos mil. Los
ha clasificado varias veces, por nombres y categorías: los que ya leyó, los que
ameritan una relectura, los nuevos. Es una manera de organizar sus recuerdos,
como si en cada libro se encontrara un trozo de alegría, o de tristeza, que
permanece vivo ahí dentro.
“Para los lectores, los recuerdos son retazos de emociones
que has leído. Entonces la vida se convierte en una épica, en una saga. Hubo
momentos en que me interesó mucho la narrativa de Javier Marías; también la de
Antonio Muñoz Molina, la de Juan Villoro. Cuando hago mis relatos, busco
estructuras que me permitan resolver historias. Como cuando escribí ‘Adán y
otros siameses’, que está inspirado en Historia universal de la infamia,
de Jorge Luis Borges. En ese relato, los personajes son seducidos por el mal.
Es también una parodia a la literatura western, al género policial.
Tomé esa estructura como lo hizo Bolaño en algunos de sus cuentos, como lo han
hecho tantos otros escritores latinoamericanos”.
Enumera sin pudor a los escritores que se han infiltrado en
su narrativa. Los ha imitado. Pero más que copias, han servido de inspiración
para darle forma a sus historias. Le interesa plasmar atmósferas que lleven a
los lectores por las mismas sendas emocionales que ya cruzaron los grandes
maestros. Insiste en Villoro, Muñoz Molina, Cercas, pero también se fija en José
Balza, en Guillermo Meneses y, más recientemente, en Miguel Gomes, cuya obra
fue analizada en su último trabajo de ascenso.
“Si lees a Felisberto Hernández, y luego pasas a Cortázar,
te das cuenta de que el argentino leyó muy bien al uruguayo. En uno de sus
cuentos, Felisberto habla de un médico que está curando una mano, que luego se
da cuenta de que es la suya propia. Es la misma estructura de ‛No se culpe a
nadie’, de Cortázar. Uno tiene los narradores a los que siempre vuelve y esas
influencias van a permear. Más allá de que uno no sea tan habilidoso como
Cortázar o Borges, al menos tenemos la noción de que podemos contar ese tipo de
historias. Para escribir uno tiene que leer mucho, constantemente, y a autores
distintos”.
La historia de “Adán y otros siameses” se incluyó en su
segundo libro, La senda de los diálogos perdidos. Esa recopilación
de relatos ganó en 2007 el II Premio Nacional Universitario de Literatura,
cuando el autor tenía 25 años de edad. Dos años antes había salido su primer
libro, Pasillos de mi memoria ajena, obra finalista del V Concurso
para Autores Inéditos de Monte Ávila Editores. Allí incluía su cuento “Vitrum”,
que antes se había seleccionado para la Antología de la novísima
narrativa joven hispanoamericana de 2008.
“Entrar a mi hogar siempre fue una sucesión abecedaria. El
fin, sin embargo, no estaba en la letra Z, sino en la E, que era el último
eslabón del Bloque 4 de Coche, donde crecí. Esa puede ser la razón que me llevó
a la literatura. Nunca hubo una sumatoria de números; siempre se trataba de
letras”.
Esa numeración abecedaria de los apartamentos de Coche la
extrapoló a La senda de los diálogos perdidos. Los relatos van de
la A hasta la G: A de Alucinaciones, B de Balbuceos, C de Carencias, D de
Desahogos, E de Exterminios, F de Farsas y G de Guaridas. Historias de
personajes en principio reales que la ficción ubica en un espacio-tiempo
caraqueño a veces incierto y a veces reconocibles por edificios bajos y amplios
en los que se crió. Una sucesión de letras e historias, separadas por pisos,
apartamentos y personas.
“Cuando era niño, recuerdo que había un vecino que pasó tres
días sin salir de su apartamento. Estaba muerto y nadie lo fue a rescatar. La
historia quedó anclada en la memoria, hasta que decidí contarla en el libro.
Está en la sección A-3. Lo llamé ‛Graba conversaciones’. Allí expongo a varios
personajes que luego reaparecen en otros cuentos”.
Esa especie de crónica urbana, que se sumerge en el universo
íntimo de unos vecinos, revelando una cotidianidad cargada de miseria, se
describe de esta manera: “Por tres gruesas horas, el olor a descomposición
sorprendió los olfatos de los vecinos de la Letra A durante el mediodía de un
sábado. Cuando se percataron de que el único de los residentes que faltaba por reportar
su queja era el señor Seco y de que su Sierra estaba estacionado en su puesto
habitual, sospecharon que algo andaba mal: la pestilencia ya no era a comida
descompuesta, sino a órganos humanos en descomposición. Entre Pulusa, el
Psicólogo de Bloque 4 y los poderes mentales de Rafaela, forzaron la puerta
luego de varios intentos para comunicarse con él. Seco era flaco y alto, y con
un tic nervioso en el ojo izquierdo que lo hacía parpadear compulsivamente. El
hemisferio derecho de sus bigotes tenía una proporción de quince canas por cada
cien vellos”.
La senda de los diálogos perdidos es un tributo
a los relatos de George Perec en La vida: instrucciones de uso.
Esto es, historias que siguen una estructura narrativa peculiar: la de la
trayectoria del caballo en un juego de ajedrez. El autor traza el recorrido de
sus personajes saltando del piso 4 al 2, pero en forma de L. Se trata siempre
de los apartamentos del Bloque 4 de Coche. También se puede leer como un
homenaje a lo que hizo Juan Carlos Méndez Guédez en Historias del
edificio.
“En cada letra se tocan ciertas sensaciones, se vinculan las
emociones. Es el caso de ‛Antes que el muro se desplome’, que pertenece a la
sección B de Balbuceos. Ese cuento me gusta mucho. Se trata de un joven que se
enamora de una chica. La dibuja en un extremo del Bloque, como si la única
forma de recordarla fuera a través de la imagen. La dibuja en un muro, pero lo
derriban por las construcciones del metro. En síntesis, tiene que intervenir el
espacio doméstico para recordarla”.
En Coche experimentó las situaciones más importantes de su
vida: la crianza con sus abuelos, su iniciación como lector, el levantamiento
de su biblioteca, la necesidad acelerada de contar historias, la determinación
de convertirse en escritor. Por eso se inscribió en la Escuela de Letras de la
UCV.
Pasillos de mi memoria ajena, su primer libro, está
dedicado “a los Óscar Morenza”, en plural. “Me refería al Óscar Morenza padre
(mi abuelo), quien partió mucho antes de que yo hubiese escrito la primera
frase de esa novela, y al Óscar Morenza hijo (mi papá), quien partió poco antes
de que yo le hubiese puesto la última palabra a la novela”.
Su particular apellido, Morenza, viajó desde Cuba hasta
Venezuela luego de la llegada del régimen castrista. “Mis abuelos llegaron a
Caracas con la caída de Batista. Había mucha miseria y hambre. La situación era
bastante complicada y mi familia estaba muy mal. La mayoría de los cubanos veía
a Fidel como un mesías. Esperaban al salvador. Era la historia cíclica de América
Latina: siempre esperando a un héroe, en todos los escenarios”.
Su abuelo, Óscar Morenza, aprendió a tocar saxofón y
clarinete en Cuba. Ser músico le ayudó a encontrar trabajo en Venezuela: entró
en la orquesta Billo’s Caracas Boys. “Estaba pequeño cuando me mudé con mis
abuelos. Fueron en verdad mis padres: me criaron, me enseñaron valores, me
echaban cuentos a la hora de dormir. Con mi abuela veía telenovelas. Y la
música del abuelo permeó mi sistema, no tanto como notas melódicas sino como
narrativa. Quizás por eso, mis dos primeros libros están hermanados en la
nostalgia: lo familiar, lo filial, la memoria ajena, los recuerdos de otros,
los recuerdos propios. Con eso comencé a hacer ficción. Para mí fue como una
primera etapa. Seguramente dentro de diez años escribiré cosas distintas”.
En ese apartamento de Coche, de noventa metros cuadrados,
Mario descubrió la literatura. Lo hizo a temprana edad, gracias a un libro que
tenía su papá: Los hombres más malos del mundo, de Otrova Gomas. Su
primer día como lector transcurrió en el baño. Allí se encerró por cuatro
horas, pegado a las páginas. Cree que allí comenzó la fascinación por la
palabra escrita.
“Con mi abuela veía muchas telenovelas. Intentaba descubrir
cómo construían las tramas. Ese fue mi primer taller de narrativa. Tiempo
después, me di cuenta de que, al escribir, se cruzan la memoria, el deseo y la
ficción. Existe una tesis de la neurociencia que habla de los engramas: son
como fisuras en el cerebro donde se alojan los recuerdos. Estoy seguro de que
uno empieza a escribir dependiendo de cómo se mueven estos engramas. Uno sobre
otro, terminan por remover la memoria”.
Los cochazos
“Si alguna vez Alfonso Reyes dijo que escribía con las dos
puntas del lápiz, ciertamente pudiéramos sostener que los escritores
venezolanos escriben con el pico de las botellas de cerveza. El añejamiento de
una legión considerable de nuestra literatura se ha ejercitado más en las
tascas que en las bibliotecas: no se podía esperar un resultado lejano para un
país que es campeón mundial de consumo de whisky y tiene un envidiable récord
Guinness en felicidad de sus habitantes. Nunca hemos participado en un mundial
de fútbol y nuestros logros deportivos son escasos. Quizá drenemos nuestros
afanes con competencias del espíritu o bebidas que lo alteren”.
La introducción del texto “La cuenta, por favor: cerveza,
ficción y otras costumbres” establece una revisión de la influencia histórica
que han tenido las tascas, bares, tabernas y taguaras en nuestra actividad
literaria. Las dinámicas nocturnas sirven de momentáneas válvulas de escape. La
noche se hace cómplice de los encuentros furtivos entre creadores, que
comparten los relatos breves que recogen en las calles.
“Creo que en unos meses escribiré algo sobre el oficio de
los ‘bachaqueros’. Son el reflejo de un momento particular del país, la
consecuencia de un fracaso económico. Habría que contarlo a la manera en que lo
hizo Fedosy Santaella en su novela Las aventuras inéditas de Teofilus
Jones. Él presenta allí a una sociedad distópica en la que tener hielo en
casa te da cierto poder. Sería algo semejante pero con el jabón, la harina, el
aceite”.
De estos encuentros nocturnos y de la vida universitaria
emergió “El apéndice de Pablo”, una revista literaria creada por un grupo de
escritores: Alexis Pablo, Hensli Rahn, Ana Lucía de Bastos, Yoel Villa, Ricardo
Ramírez, Dayana Fraile, Keila Vall, Graciela Yáñez Vicentini, Miguel Hidalgo
Prince y Mario Morenza. Portavoces de un proyecto ecléctico que reúne diversas
disciplinas, ya han colgado siete entregas en la red.
El tránsito creativo de este grupo también ha confluido en
la casa de Mario, en fiestas épicas que pasaron a la historia como “los
cochazos”. En el apartamento del Bloque 4 se han encontrado decenas de
personajes diversos, que dejan sus huellas en una de las paredes de la casa,
repleta de mensajes, poemas, reflexiones. Un muro para celebrar las ideas.
La rampa de la Escuela de Letras
“¿Leer nos hace mejores personas? No necesariamente. Hay
muchos literatos que se comportan como cínicos. Pero sin duda que leer
garantiza una visión más amplia de la realidad, más profunda, más compleja. No
hay forma de que te dejes engañar por los falsos mesías”.
En los libros que leyó en su casa, Mario descubrió la
libertad de pensamiento, el derecho a disentir, la posibilidad de crear sus
propias historias. Esa seducción por la narrativa fue alimentada en la Escuela
de Letras. “Los cinco años de carrera se convirtieron para mí en un taller de
creación. Por lo menos así lo viví, gracias a la cantidad de experiencias que
tuve con los maestros. Las clases tenían un cariz lúdico, que era animado
constantemente por profesores como María Fernanda Palacios, Alberto Barrera
Tyszka u Óscar Marcano”.
A María Fernanda Palacios le entregó un trabajo que todavía
conserva en una de las gavetas de su biblioteca: un ensayo que redactó en forma
de correspondencia, entre un director de teatro y una actriz. Dos cartas de
amor que colocó en un par de sobres blancos, unidos por el revés de sus
pestañas. El ejercicio creativo obtuvo la mayor calificación. Un trabajo que
luego se convirtió en cuento: “E-mail al director”.
Decenas de libretas usadas reposan en su biblioteca, en un
espacio distinto a los libros. Son sus herramientas de trabajo, que utiliza
sistemáticamente para apuntar: situaciones que llaman su atención en la calle,
noticias que le sorprenden en la prensa, sucesos increíbles en el Metro,
encuentros en la universidad, en los bares o con amigos. Pistas que evolucionan
hasta convertirse en cuentos presentes o futuros.
“Casi todas las películas de Hollywood están basadas en las
estructuras de Vladimir Propp. Son fórmulas que funcionan, que ayudan a
esclarecer el panorama cuando la propia historia los empastela. Como decía
Cortázar: nada que sobre, nada que falte. Escribir es un oficio, un trabajo. Es
investigación. Requiere tiempo y dedicación”.
En la Escuela de Letras encontró un engranaje metódico,
técnico, más pausado, cuando llegó a los estudios de cuarto nivel. En la
maestría en Literatura Venezolana de la UCV, Mario ha logrado establecer
márgenes de escritura, investigar a fondo sobre los escritores que le interesan
y desarrollar trabajos académicos.
Hijos del vacío
Los escritores venezolanos suelen tener una visión pesimista
del tiempo presente. Su tarea es leer el entorno, digerirlo, para luego
contarlo. Por eso se les hace imposible escapar del duro peso de la realidad,
que se hace aplastante. El país siempre invade lo que se escribe.
“La literatura es el alma codificada de un país. Y en
Venezuela cada vez se ven cosas más horrendas, más espantosas. Recuerdo que
cuando salía el Monstruo de Mamera en ‘Archivo Criminal’ todos temblábamos de
terror. Ahora luce como un personaje de ciencia ficción frente a los ‘pranes’.
La violencia se ha vuelto un tema tan recurrente que ni siquiera nos da tiempo
de asimilar las cosas que ocurren. Hay crímenes de los cuales ni nos enteramos.
En algún momento se volverá tan cotidiano que dejará de ser noticia. Ese día
perderemos nuestra capacidad de asombro”.
Escribir sobre Caracas le llevó a abordar el tema del miedo.
Aún recuerda la impresión que le causó el llamado caso Kennedy: estudiantes
asesinados impunemente por un pelotón de la Guardia Nacional. Un Estado de
Guerra decretado contra los civiles. La terrible noticia le recordó la historia
de las gacelas y el miedo persistente que sienten por su entorno, que se relata
en El principito. Un grupo de científicos pensó que, al mantenerlas
en cautiverio, alejadas de los depredadores, seguramente perderían el miedo en
la cuarta generación. Pero nunca ocurrió. “La verdad de las gacelas es tener
miedo. Es su reacción natural. Vivimos en una ciudad, con tanta desesperanza y
violencia, que parecemos gacelas. Transitamos entre una jauría de la que no
podemos escapar”.
De ese sentimiento desesperanzador surgió “La verdad de las
gacelas”, un texto que sigue la pista del crimen del barrio Kennedy de
Caricuao, ocurrido en 2005. Mario utiliza las herramientas narrativas para reconstruir
el terrible suceso. En la historia hay una reivindicación de las víctimas, que
acapararon gran centimetraje en la prensa nacional, pero que luego formaron
parte de la estadística fatal de miles de muertes violentas. El texto salió
publicado en 2011, como finalista del concurso Sacven.
En el relato, la historia la cuenta el oficial Roque
Sandiego, un funcionario de la policía que busca desenredar la trama: “La
memoria suele ser leprosa cuando le conviene el olvido. Pero ese no es mi
problema. Según lo relatado por las sobrevivientes y algunos testigos, la
situación fue más o menos así. El 27 de junio de 2005 fue el peor día en la
vida de estos seis estudiantes. Para los unos acabó su vida, para las otras,
ese día seguirá con ellas, en sus peores pesadillas, en sus celebraciones
cuando las haya, en sus pensamientos depravados, cuando los haya, el por qué me
salvé y ellos no, el inenarrable síndrome del sobreviviente. Todo comenzó hacia
las 10:30, algunos aseguran que pasadas las 11:00. Los tiempos son irrelevantes
a estas alturas. Los asesinatos que devienen en cangrejos desconocen relojes,
con sus tenazas desmenuzan cualquier aguja o instrumento de medición, quedan
clavados justo allí, en el crepúsculo blanco que dejaron en la historia. (…)
Leonardo le ofreció la cola a sus compañeros. Salían exhaustos del parcial de
matemáticas. La primera en bajarse sería Elizabeth Rosales, la copiloto. Los
demás iban en el asiento de atrás y se ubicaban así: Erick Montenegro, de
veintidós años, estaba sentado hacia una de las ventanas. Edgar Quintero, el
más joven, de diecinueve, en la otra. Irúa Moreno, de veinte, y Danitza
Buitriago, de veintiséis, entre Edgar y Erick. Leonardo conducía por la subida
del barrio Kennedy. De pronto, un grupo de sujetos armados le bloquearon el
camino. Comenzaron los problemas. Lógicamente creyeron que se trataba de una
banda de delincuentes organizada, dispuesta a todo. Allí estaban los guardias
custodiando su alcabala. Los estudiantes actuaron como prófugos (¿quién no lo
haría con media docena de encapuchados apuntándote?). ‛¡Alto!’, gritaron
algunos guardias. Y un primer disparo estalló. Uno de los encapuchados se
derrumbó, herido, sangrando, lamentándose. Lo que ocurrió a continuación es
confuso. Y es confuso porque el miedo es confeso y contagioso. Es la emoción
más sincera, la que no puedes ocultar”.
Una dosis irracional de realidad se apodera de parte del
texto. El entorno suele ser determinante para los personajes del autor en la
mayoría de sus relatos. Historias que intentan escapar del contexto incómodo,
sobreponerse a las circunstancias.
El exilio, sin embargo, no ha tocado aún su narrativa. “Es
un tema que siempre ha estado presente en la literatura venezolana, pero que
ahora adquiere otros componentes. El formato de los gobiernos, de vida, de
civilización, ha cambiado, pero seguimos sin resolver algunos asuntos como
sociedad. Y la narrativa venezolana, como espejo de nación, nos remite al
exilio en distintas épocas. Es una constante invariable. Hace poco me topé con
un libro de Alejandro Moreno que describe las fallas estructurales de la
familia venezolana. Arrastramos nudos desde la época de la Conquista. José
Balza dice que aún somos un país adolescente”.
En el futuro cercano, quiere escribir sobre el fenómeno de
los hijos del vacío. Jóvenes que han crecido sin la figura de la madre, que se
han criado sin identidad. “La sociedad venezolana se reconoce más como hijo que
como hombre. La figura del padre siempre ha estado ausente. Pero ahora también
la de la madre. Son una legión de huérfanos que matan impunemente, que no les
importa morir. No quieren suicidarse, sino que alguien los suicide. Creo que
por ahí iría parte del relato”.
“En este momento hay una necesidad de escribir desde varias
trincheras. La gente quiere contar cosas, bien sea de superación
personal, coaching o nueva era. Me los he topado en el curso
‘Introducción a la escritura creativa’, que doy en la Escuela de Escritores.
Llegan psicoanalistas, abogados, profesionales de la industria farmacéutica,
hasta ex funcionarios del Cicpc. Vivimos tiempos en los que la gente busca
exorcizar sus demonios, de cualquier manera. También lo veo en los talleres,
adonde llegan con la ansiedad de contar historias para combatir el estrés, para
desahogarse. Quieren ser narradores. Tienen un interés inusitado por la
palabra, una pulsión contenida por el verbo”.
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*La entrevista forma parte del libro Nuevo país de
las letras, publicado por Banesco Banco Universal, Caracas, 2016.
Compilación: Antonio López Ortega.
Gracias por compartirla, va un abrazo!!!!
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