“Los rumores de la plaza quedan atrás y entro en la Biblioteca. De una manera casi física siento la gravitación de los libros, el ámbito sereno de un orden, el tiempo disecado y conservado mágicamente. A izquierda y a la derecha, absortos en su lúcido sueño, se perfilan los rostros momentáneos de los lectores”
Así empieza Jorge Luis Borges su dedicatoria a Leopoldo Lugones en su libro El hacedor, imaginando un encuentro con aquel poeta que, por supuesto, solo conoció en su nostálgica añoranza de mundos imposibles que es donde, paradójicamente, acontece la verdadera irrealidad de la conciencia: la unánime presencia de lo real. Borges, además, se reconoce en estos rostros momentáneos, él que fue principalmente un gran lector, rostros que no puede ver sino en aquel espacio amarilloso que se parece al rostro anónimo de un dios que habita en su conciencia, percibiendo sabores, recordando versos, descifrando el enigma de los espejos en los que ya no puede contemplarse. Probablemente haya sido providencial, para él, no poder contemplarse más en un espejo ya que el reflejo del espejo le confirmaba, dolorosamente, que no era él el que se contemplaba sino otro. Espeluznante pesadilla. A Borges, desde niño, le espantaban los espejos.
¿Acaso los espejos no son los que duplican nuestra realidad invitándonos a empezar a habitar una realidad irreal, onírica, inefable? ¿No será esta realidad la misma que comparten los libros con los que nuestra imaginación empieza a tejer los hilos invisibles de la aventura de las palabras que se atreven a sustituir lo tangible de la existencia por unos sueños intangibles? En lugar de aportarle una seguridad, el descubrimiento del espejo que duplica ratificó, en Borges, el dolor y la intolerable conciencia de ser otro, prisionero en su propia cárcel interior, como un Minotauro aislado en su laberinto. Porque los espejos son un laberinto en el que uno puede perderse para caer del otro lado de la apariencia, como sucede con los libros, y ese laberinto, para Borges, cuando era niño, resultó ser la biblioteca paterna, en su Palermo de la infancia, una biblioteca donde podía refugiarse y apaciguar su angustia.
Señala Borges: “Si se me pidiera designar el hecho principal de mi vida, diría que fue la biblioteca de mi padre. De hecho, a veces pienso que nunca me alejé de esa biblioteca”. La metáfora está clara: el padre simboliza a Dédalo y el pequeño Jorge Luis al Minotauro en cautiverio en ese laberinto infinito que es la biblioteca permanente, saciada de personajes imaginarios y situaciones inverosímiles, de la que nunca más podrá emanciparse.
Prisionero de la sabiduría del tiempo de las palabras, de la magia de los libros, Jorge Luis Borges, en aquel espacio benévolo y protector que era la biblioteca de su padre, pudo empezar a vivir el mundo onírico de la literatura y de la filosofía, de las sagas y de las mitologías, de las enciclopedias y de la metafísica, creando una hermandad irreversible entre la creación de las palabras y el mundo ordenado por algún dios imaginario, porque ambos abolen la hiriente muerte, aliviando momentáneamente la profunda herida de la conciencia.
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En el año de 1938, el año de la muerte de su padre y del posterior accidente de Borges con el filo de una ventana generándole una septicemia, hecho que tuvo una enorme y fundamental repercusión en su creatividad ya que esta experiencia lo llevó a empezar a escribir sus famosos cuentos fantásticos, en ese mismo año de 1938, Borges tuvo su primer empleo como primer auxiliar de la Biblioteca municipal Miguel Cané. Sin embargo fue en 1955 cuando él fue nombrado director de la Biblioteca Nacional en Buenos Aires, cargo que mantuvo por muchos años y que representó para él la más idónea ocupación de su vida ya que, acompañado por tantos libros, se volvió a sentir en su elemento vital para su paz interior como para sus interminables lecturas e investigaciones de textos apócrifos, desconocidos y hasta cabalísticos.
Sin embargo nos podemos preguntar qué significaba una biblioteca para Borges. En su cuento “la Biblioteca de Babel” Borges equipara el universo a una biblioteca y señala: “el universo, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el bibliotecario sentado, solo puede ser obra de un dios…. Es un mero laberinto de letras… la Biblioteca incluye todas las estructuras verbales, todas las variaciones que permiten los veinticinco símbolos ortográficos… la biblioteca es ilimitada y periódica”.
Esa biblioteca de la que habla Borges es una biblioteca donde se encuentra “un libro circular de lomo continuo que da toda la vuelta de las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es Dios…En algún anaquel de algún hexágono debe existir un libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios… la certidumbre de que todo está escrito nos anula y nos afantasma…”
Y Borges concluye: “Quizás me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana –la única– está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta. Acabo de escribir infinita (…) digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito”
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La biblioteca y el libro. ¿Qué simbolizan para Borges, qué metáfora se esconde en estos arquetipos de la imaginación y del tiempo, tal vez de la eternidad, ya que la biblioteca es ilimitada y periódica y el libro, todos los libros, es circular y, por esta misma razón, no tiene fin?
¿Acaso los libros y una biblioteca no son los que duplican nuestra realidad invitándonos a empezar a habitar una realidad irreal y onírica?
Para Borges una biblioteca simboliza la memoria humana. Es un registro de la Historia y del conocimiento humano que no tiene fin por eso mismo es metáfora del tiempo que no acaba nunca. Sin embargo una biblioteca es también un espacio cerrado, como el tablero de ajedrez en el que se juega a la vida y a la muerte, por esta misma razón tiene que contener todas nuestras esperanzas.
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Es curioso observar que los bibliotecarios en Borges, tanto el de La Biblioteca de Babel como el de El milagro secreto, son ciegos, como lo fue Borges, y como lo es el personaje de Umberto Eco de su novela “El nombre de la rosa”, el venerable padre Jorge de Burgos, que es una referencia innegable, y un homenaje a Borges por parte de Eco, como figura simbólica del guardián de un libro prohibido en una recóndita biblioteca infinita de una abadía medieval, con escaleras en espiral y galerías que se abisman y se elevan hacia lo remoto concibiendo, como las cárceles de Piranesi, un interminable laberinto en el que se pierden los que se atreven a entrar.
La borgeana biblioteca arquetípica simboliza ambas bibliotecas donde Borges estuvo trabajando como bibliotecario y, muy en particular, la Biblioteca Nacional con sus novecientos mil libros, biblioteca en la que Borges permaneció unos 18 años, estando ciego, “los años más felices de su vida”, atestigua María Esther Vázquez. Así como para Borges el Minotauro era una figura que lo fascinaba ya que consideraba que este, prisionero en un laberinto que él concebía no como un espacio para confundir sino que era un espacio en el que este hallaba protección, la laberíntica Biblioteca Nacional simbolizó, para él, un lugar seguro, como la biblioteca paterna donde él se refugiaba como si fuera una regresión al útero materno, un regressus ad uterum, como lo llamaría Carl Gustav Jung. Se pueden hacer varias lecturas de este comportamiento infantil en Borges, porque estar en una biblioteca es sentirse protegido por la sabiduría del mundo puesto que representa una oportunidad para dedicarse al juego arbitrario con las palabras que hay en los mapas, las enciclopedias, los diccionarios y también los libros de cuentos, de filosofía y de mitología que tanto le gustaban. Por consiguiente la biblioteca simboliza aquel laberinto que él describe con maestría en La Biblioteca de Babel.
En una entrevista que le hizo María Esther Vásquez, Borges afirma acerca de la idea del laberinto lo siguiente: “el laberinto es un símbolo evidente de perplejidad y la perplejidad –el asombro del cual surge la metafísica según Aristóteles– ha sido una de las emociones más comunes de mi vida. Yo, para expresar esa perplejidad, que me ha acompañado a lo largo de la vida y que hace que muchos de mis propios actos me sean inexplicables, elegí el símbolo del laberinto, porque la idea de un edificio construido para que alguien se pierda es el símbolo inevitable de la perplejidad”.
Y una biblioteca es el espacio más idóneo que existe para que uno se pierda definitivamente.
Como señala Emir Rodríguez Monegal: “Si es difícil encontrar el camino para entrar al laberinto, lo es igualmente el encontrar la salida. (…) en el centro del laberinto hay un misterio. Los laberintos se convierten así, según la tradición, en la representación de un caos organizado, un caos sometido a la inteligencia humana, un desorden deliberado que contiene su propio código. (…) una biblioteca es un laberinto de árboles procesados; una ciudad es un laberinto de calles. El mismo símbolo puede ser usado, asimismo, para invocar la realidad invisible del destino humano, de la voluntad de Dios, del misterio que es la creación artística”.
Y para Jorge Luis Borges los diccionarios, las enciclopedias, las mitologías, las sagas y también la metafísica y la filosofía, el pensamiento humano, son los laberintos en los que nos extraviamos. De esta forma tanto el conocimiento como el pensamiento humano se convierten en un misterio que no tiene fin. Y todo este cúmulo del saber se halla, inconstante, unánime y relativo, en una biblioteca.
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Toda biblioteca es en sí una ciudad, una Polis, convirtiéndose en un símbolo de un proceso de concientización, de individuación que culmina con Borges en una imagen metafórica de la unión del alma con Dios, que es un enigma. Para Borges el mundo laberíntico es una tautología, un todo que se basta a sí mismo, siendo a la vez una ilusión puesto que resulta ser el sueño de otro, siendo las imágenes oníricas unas simples representaciones simbólicas como lo comprendemos con su cuento “Las ruinas circulares”.
En ese laberinto, Jorge Luis Borges se siente cómodo porque es su hábitat natural. Ese laberinto es sin duda la gran biblioteca que representa la Biblioteca Nacional en Buenos Aires donde Borges recibía a sus amigos como, en una oportunidad, al propio Emir Rodríguez Monegal, y cuyas galerías y escaleras recorría sin tropiezo, siendo ciego, con una inusitada y asombrosa facilidad, cual un Minotauro en su laberinto:
“De esta ciudad de libros hizo dueños
A unos ojos sin luz, que solo pueden
Leer en las bibliotecas de los sueños
Los insensatos párrafos que ceden
Las albas a su afán.
Enciclopedias, atlas, el oriente
Y el Occidente, siglos, dinastías,
Símbolos, cosmos y cosmogonías
Brindan los muros, pero inútilmente.
Lento en mi sombra, la penumbra hueca
Exploro con el báculo indeciso,
Yo, que me figuraba el Paraíso
Bajo la especie de una biblioteca”
La biblioteca borgeana simboliza la memoria de la humanidad que se manifiesta como un espejismo ya que se concibe, para Borges, como un universo conocido que, a su vez, es una inabarcable ilusión como si fuera un sueño. Sabemos muy bien que el Paraíso, que tiene forma de biblioteca, resulta ser el sueño de los crédulos. La biblioteca es, como un lejano recuerdo, una imagen de la melancolía, del deseo de regresar a un espacio utópico sin embargo benévolo: “Ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono donde nací”.
Parece el sentimiento de un dolor genuino que remite a la expulsión de un Paraíso, como el drama del nacimiento que arranca al ser de su cobijo natural: el vientre materno o la biblioteca, para Borges hay entre ambos una analogía.
La biblioteca borgeana es una utopía ya que se supone que contiene toda la inteligibilidad del mundo, y también su ignorancia, como lo señaló él en una oportunidad, ordenadas ambas según un criterio absurdo y acumulativo que pretende plantear el sentido mismo de esta abstracción que Borges describe como “una memoria de infamias”.
La biblioteca borgeana resulta ser un caos de confusión e incomprensión, una “ilusión de infinitud” que conforma un universo que solo se encuentra en la memoria de los libros que es, a su vez, ininteligible.
Así como la vida, cualquier biblioteca, para Borges, es inútil y no hay salida ni respuesta fuera de esa infinita biblioteca del universo. Para él, como lo señala en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, “el presente es indefinido, el futuro no tiene realidad sino como esperanza presente, el pasado no tiene realidad sino como recuerdo presente” ya que “los días son una red de triviales miserias ¿y habrá suerte mejor que la de la ceniza de que está hecho el olvido?”
Y uno se pregunta: ¿qué es lo que queda, que es lo que realmente permanece, o quizás sobrevive, a tanta lucidez? Un vacío, un vacío abismal.
Lo que ha hecho Borges fue estructurar espacios imaginarios que sucumben, al final, en el pozo del olvido.
Por consiguiente, todo parece ser en vano, cualquier acción, cualquier pensamiento. Imagen de un nihilismo atávico, tal vez, que remonta a su infancia en aquel jardín de Palermo o encerrado en la biblioteca paterna. Sin embargo no es posible asumir la obra de Borges desde un punto de vista nihilista. No es una obra poética, una cuentística y una ensayística nihilistas. El universo que él mismo crea no es caótico: configura un mundo ficcional que se basta a sí mismo, como un uroboros o un mandala. La visión nihilista de Borges solo hace referencia al mundo de las apariencias, así como una relectura del Mito de la caverna de Platón. Todo es una ilusión inequívoca e irrefutable.
Tal vez sean los símbolos y los arquetipos los únicos que puedan rescatar la nada del mundo.
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Para Borges, la realidad es un gran Libro que va del mundo cerrado innominado al universo infinito creado por la palabra. Comprender la “sabiduría de la incertidumbre” (Milan Kundera) en la que se inicia todo relato borgeano, y donde también culmina, nos permite aprehender la incertidumbre de la vida como una simple certidumbre verbal, por consiguiente conjetural y paradójica porque la palabra rescata lo perecedero, ubicándolo para siempre en el Museo verbal de la eternidad, esa descomunal e inabarcable biblioteca borgeana.
Por consiguiente es en la inmanencia de las palabras que se traduce la trascendencia del ser como ilusión de eternidad del verbo.
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El relato borgeano deja de contarnos para narrarnos lo que cuenta. El tiempo, por consiguiente, en Borges, es el espacio que ocupan las palabras en el mismo momento en que son escritas o leídas y que conforman una ilusión de duración. El tiempo es el tiempo de una palabra que culmina en el silencio de la muerte.
Por eso mismo los cuentos de Borges constituyen, en su mayoría, un esquema estético que se repite, enmarcándose dentro de una tradición arquetípica de iniciación: el descenso al Hades, la iluminación, la revelación, la epifanía y, ocurriendo al final, un verdadero despertar luego de una transmutación del dolor iniciático en autoconocimiento. Borges no plantea, en el fondo, el camino del héroe, que no es el camino de un antihéroe. Borges nos propone el camino del héroe caído, como imagen del hombre moderno en busca de la libertad espiritual. Tal vez el único refugio posible sea una biblioteca.
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Así como todo escritor escribe para sí mismo, Jorge Luis Borges fue creando un mundo imaginario, conformando un espacio escritural que llevaba el sello de sus sueños, de sus fantasías, de sus lecturas, de sus experiencias sentimentales, como una realidad más añadida al mundo, es decir, otra irrealidad más del mundo aparencial. Esa contaminación de la realidad por el sueño borra todo límite preciso entre la realidad y el sueño, proponiendo constantemente una imagen del universo y del destino humano, como una pesadilla, la del encierro inevitable y definitivo, porque la existencia humana está condenada a vivir en el peor de los laberintos que es el de las arenas de un desierto. Así la metáfora de la condición humana para Borges. Y dicha realidad, que no es real porque es una invención, es igual a cualquier biblioteca que resulta ser un inconmensurable laberinto y un definitivo engaño como las inefables arenas del desierto que es este mundo.
Ponencia leída en el Foro sobre Jorge Luis Borges junto con otros dos ponentes: la escritora y profesora francesa Mélanie Sadler y el escritor y conferencista argentino Guillermo Cerceau.
Naguanagua, domingo 23 de octubre 2016